Frases y Párrafos

 

FRASES Y PÁRRAFOS 

Frases, Párrafos y Parrafadas de Novelas de Lou Carrigan que merecen ser Célebres  

 

 UN PUEBLO LLAMADO SPRINGFLOWER

Oeste

Keno Stadish se alzó del sillón y se contempló en el espejo. Pues no estaba tan mal, recién bañado, afeitado y con las ropas cepilladas. ¡Quién lo había visto y quién lo veía ahora! Hacía tan sólo un mes estaba en la cárcel y era un muerto de hambre. Ahora estaba bronceado, se había hartado de cabalgar por Texas con su propio caballo, y lo llamaban “señor Stadish”. Caray.

Y otra cosa que le tenía sorprendido: el cretino de Talmadge no había vuelto a intentar matarlo, ni tan siquiera agredirlo en plan de paliza… Simplemente, parecía haber desaparecido del mundo.

–¿Usted sabe dónde puedo encontrar al viejo Robles? –preguntó al barbero tras pagarle.

–Bueno, eso no es nada fácil, señor Stadish. El viejo Robles duerme en cualquier sitio, y el resto del tiempo va de un lado a otro. Uno nunca sabe dónde se lo va a encontrar.

–Pues es una lástima, porque me gustaría charlar con él.

–Haré correr la voz, y ya verá cómo cuando menos se lo espere se lo encontrará ante las narices.

–Estupendo. Gracias por todo.

Se dirigió a la puerta, miró por encima del visillo que llegaba a aproximadamente la altura de los ojos, y los vio.

Allá estaba los tres, repartidos en el porche, con unas trazas de tonto gandul que encogían el corazón. Los niños del pueblo se habían retirado, y los adultos habían desaparecido nuevamente del escenario. Eran los tres marranos que antes habían "luchado en feroz duelo" contra Mc Nully. Por supuesto, los tres estaban muy bien armados.

–Venga acá –susurró Keno, sin mirar al barbero.

Éste acudió a su lado, vio a los tres sujetos, y no pudo evitar un respingo, aunque Keno se dio cuenta de que se tranquilizaba enseguida.

–¿Quiénes son? –inquirió.

–Son amigos de Mc Nully, señor Stadish. Y empleados de Madame… No hay cuidado.

–Cuidado… ¿de qué? –preguntó secamente Keno.

–Qui-quiero decir que… que no buscan pelea…

–Si la buscasen peor para ellos. ¿Cómo se llaman?

–El más alto es Makey; el más bajo, Holligan; y el mediano, que es el más gordo, se llama Weston.

Keno asintió, y tras unos segundos de reflexión, murmuró:

–O sea, que el pueblo se ha tranquilizado y todos han dejado de alejarse de mí como si fuese una mofeta porque saben que los amigos de Mc Nully no piensan buscar follón.

–Así es, señor Stadish.

–¿Y eso por qué? ¿No le parece raro? Yo, si alguien mata a un amigo mío, no me quedo precisamente quieto.

–No sé qué decirle, señor Stadish.

Keno asintió, empujó la puerta, y salió al porche. Los tres cerditos reaccionaron apenas, dirigiéndole una aburrida mirada. Uno de ellos tiró a la calzada el cigarrillo que había estado fumando, y dijo:

–Ven con nosotros.

Bajó del porche y echó a andar, acompañado de sus amigos, hacia el extremo Sur de la calle Mayor de Springflower. Keno Stadish bajó a la calzada, y comenzó a caminar, cruzándola hacia la otra acera…, y en dirección Norte. Sonrió cuando tras él oyó la fea maldición y, enseguida, de nuevo la voz del mismo sujeto, el tal Holligan:

–¡Eh, tú! ¿No me has oído? ¡Ven con nosotros!

Keno ni se dignó volverse. Talmente como si no hubiera oído nada.

 –¡Será cabrón! –oyó la expresión de otro del terceto–. ¡Si no fuera por…!

Keno llegó a la otra acera, subió a ella, y enseguida oyó sobre la madera las pisadas de los tres matones. Le alcanzaron, uno de ellos le agarró por un brazo, y le hizo dar media vuelta furiosamente.

–¡Escucha, mierdoso, cuando yo…!

Siguiendo el impulso del giro al que supuestamente le habían obligado, Keno lanzó su puño izquierdo hacia la faz regordeta de Makey, alcanzándola de lleno. Talmente pareció que Makey se tragara sus palabras mientras su nariz reventaba en un surtidor de sangre y todo su corpachón saltaba desde la acera a la calzada dejando en el aire un rojo manchurrón. Y todavía no había llegado a caer de espaldas sobre el polvo, inconsciente, cuando la mano derecha de Keno había sacado el revólver de la funda y lo colocaba ante los otros dos cerditos, que tras un ahogado respingo se quedaron mirando primero el arma y luego los metálicos ojos del pistolero. Mientras tanto, Makey llegó al polvo de la calzada, se oyó el blando impacto de su blando cuerpo, y eso fue todo.

Keno sonrió a los otros dos.

–¿Desean algo de mí? –inquirió con sospechosa amabilidad.

Holligan y Weston se pasaron la lengua por los labios. Luego, el primero dijo:

–Madame desea hablar contigo.

–Ya.

–Te conviene escucharla.

–Tal vez. Así que tal vez vaya y tal vez no vaya. Ahora bien, lo seguro –volvió a sonreír– es que vosotros no vais a llevarme. Y no es por nada, es que ya me cansé de recibir órdenes, no sé si me explico. Cuando salí de allí me dije que a partir de ese momento haría con mi vida sólo lo que yo quisiera. Así que imaginaros cuando aparecéis vosotros con vuestras caras de cerditos locos y tú me hablas como si yo fuese tu siervo. ¿Me has comprendido?

–De modo que has estado en la cárcel…

–Y en sitios peores. Ahora alejaros de mí antes de que os convierta en salchichas. ¿Está claro?

–Te estás complicando la vida.

–Muchacho –movió la cabeza Keno–, eres un imbécil. ¿Y quién no se complica la vida apenas nacer? Porque vamos a ver: ¿alguna vez estarás en alguna parte mejor que en el vientre de tu madre? Allá dentro no hace frío, ni calor, ni tienes hambre, ni hay corrientes de aire, ni tienes que escuchar tonterías… ¡Caray si se está bien allí, caray! ¿Y qué hacemos nosotros? Pues vamos y salimos de tan confortable lugar y nos metemos en esta pocilga inmensa que es el mundo en general y Texas en particular. Y no es que tenga nada contra Texas, al contrario, me parece una hermosura, pero estáis vosotros, y eso estropea el paisaje… En fin, que convertís un jardín en un basurero. Y luego habláis de complicarse la vida. ¿Acaso no nos la complicamos nada más nacer? Pero tampoco se trata de quedarse para siempre dentro del vientre de esas pobres mujeres, ¿verdad? Así que nacemos. Pues bueno. Nacemos y aquí estamos, con la lógica intención de pasarlo lo mejor posible. Y entonces aparecéis vosotros tocándome los cojones con órdenes y amenazas. Así que me pregunto: ¿quién se está complicando la vida? ¿Yo…, o vosotros? Porque yo no he tomado ninguna iniciativa para molestar a nadie, ¿sabéis? En cambio, desde que he llegado a este lindo pueblo vosotros y otros como vosotros os habéis empeñado en fastidiarme. ¿Qué pretendéis? ¿Que os mate a todos?

Cuando Keno dejó de hablar se oyó el vuelo de una mosca. Enfundó el revólver, y se quedó mirando con frío sarcasmo de uno a otro matón. Éstos dieron la vuelta de pronto, bajaron a la calzada, cargaron con su compañero y se alejaron.

–Pues no sois tan tontos, después de todo –dijo Keno.

Y continuó su camino.

Segundos después entraba en la funeraria…, casi tragándose la boca de fuego del rifle que sostenía muy firmemente Caraculo Barnes.

–¡Hey! –respingó–. ¿Qué pasa? ¡Vengo en son de paz!

–Largo de aquí –dijo la muchacha.

–Un momento, un momento –masculló Keno–. Ya he dicho…

–Y yo he dicho que se largue. No tengo el menor deseo de que conviertan este lugar en una ruina. Vaya a hacerse matar a otro sitio.

–Pues no me da la gana –replicó Keno.

 

EL ANGEL DEL DESIERTO (Oeste)

Le parecía que el sol era un agujero en el cielo por donde se escapara un fuego que más bien parecía propio del infierno.

–Eso es una cerdada –dijo un vejete que mientras fumaba en su pipa escupía pedazos de bronquio sentado en el porche de la cantina–… ¡Vaya una cojonada, matar un caballo entre veinte tipos! ¡Pandilla de gorrinos! Al oír esto, el viejo Samuel pareció retorcer los ojos llenos de astucia, y dijo: –¡Pues sí que dispara mal el bobo ese! Si fuese yo, que no veo un piano sobre mis huevos, ya me habría cargado a varios.  

LA CAJA NEGRA (Aventuras en África)

Clark alzó la cabeza y posó su negra y tranquila mirada en el hombre que había de pie ante él, al otro lado de la mesita donde estaba tomando un refresco de frutas. Debía de tener unos cuarenta años, era delgado, de aspecto físico poco agraciado, casi enclenque, pero su mirada no era de tonto.

 

ÉRASE UNA VEZ (Espionaje)

 

Si la mujer que le había citado allí no había aparecido a las doce y cuarto, se iría a almorzar, la olvidaría, y a otra cosa que hermosa es la rosa.

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… demasiado vulgar, y la voz de la presunta clienta correspondía a una persona cultivada. Como las perlas. O sea, vamos, que las personas también pueden cultivarse. Chocante.

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No faltaba detalle, pero era como haberse comprado un traje de buzo para ir al desierto.

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Lo demás le importaba lo mismo que la circuncisión de una sardina.

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El sujeto llevaba tejanos y un viejo jersey blanco en plan de guapo arrebatador. Era joven y bien parecido, eso sí, pero bajo el tupé se adivinaba un cerebro diminuto.

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Nelson Knox comenzó a mosquearse. –Oiga, ya me estoy hartando de insistir, ¿sabe? ¿Cenamos juntos o no? Rita Maynard sonrió. –Tal vez acepte si me lo pide otra vez, señor Knox. –Maldita sea mi estampa si lo hago –masculló él–.  ¿Quién demonios se ha creído que es usted? –Una mujer rencorosa –sonrió Rita, de nuevo. –Pues con su pan se lo coma. –Le aseguro que no pienso comerme mi rencor. Lo que pienso comer es algo más apetitoso. Creo que me he ganado una buena cena y a por ella voy. ¿Le he dado ya las gracias por su asqueroso aperitivo?  

COMPLOT ESCALOFRIANTE (Espionaje)

–Soy demasiado inteligente y astuta para seguir presionando cuando no es el momentO –sonrió ella, caminando hacia la cama, con un movimiento corporal sencillamente maravilloso–. ¿A que no sabes cuál es el colmo de la lujuria? –Ese tema ya me parece más aceptable –asintió Amos–. No, no lo sé. ¿Cuál es el colmo de la lujuria? –Dos espermatozoides echando un polvo.  

 

UN DEMONIO DISPARANDO (Oeste)

Tate, que se había vuelto para mirar a los dos inesperados visitantes, sabía que estaba en un verdadero apuro; habría sido infantil hacerse ilusiones teniendo frente a él a dos sujetos como Teddy Spine y Jonas Rowles, a cuál más feo, a cuál más malvado, a cuál más rencoroso y con más mala uva. Rowles era alto, fuerte, grueso, sólido, feo y calvo; solía llevar dos revólveres, uno de los cuales apuntaba ahora a Tate. Spine era más bien menudo, peludo y flaco, perverso como un alacrán, y para inspirar todavía más desagrado y hasta repulsión tenía un ojo más pequeño que otro y siempre comido por media tonelada de legañas. Cada uno por separado era un asco y un peligro para la humanidad. Los dos juntos eran algo así como un vomitivo.

***

Brian se puso en pie, y casi tocó el techo con su rubia cabellera alborotada. [Esto es lo que escribió el autor, pero en el ejemplar publicado ponía: Brian se puso en pie, y casi tocó el techo con su rubia cebollera alborotada.]

***

Un tipo bajito y obeso, con cara de niño picardeado, vio a Brian y exclamó: –Hombre, Brian, precisamente el recado que traigo es para ti. Me ha dicho el doctor Lender que te diga que Willard le ha dicho que te dijera que quiere decirte algo. –Caray –sonrió con guasa Brian–. Gracias, Oscar. Si ves al doctor Lender dile que ya me has dicho que Willard le dijo que me dijera que quería decirme algo.  

LA CUCARACHA (Policíaca)

Cuando cruzaba el vestíbulo, Lamont Lamb captó la mirada del portero fija en él. Tras vacilar desvió sus pasos hacia el hombre, que salió a su encuentro, expectante e indeciso. –Hay algo que quiero decirle, señor…, señor… –Stacey… –Stacey –asintió Lamont, como aprobando–. Bien, señor Stacey, como usted debe de saber, siempre ha habido ricos y pobres, debido a que los que primero fueron ricos, cualquiera sabe cuánto tiempo hace de eso, se las han ido arreglando para seguir siendo ricos y para que los pobres continuasen siendo pobres. De otro modo, ¿cómo vivirían ellos? Pues, vivirían igual que los pobres, ¿comprende? –No… No, señor. –Veamos. Supongamos que todos fuésemos pobres. Vamos a suponer como ejemplo al señor Griffin. Es un hombre rico. Pero si fuese pobre, las pasaría canutas. Supongamos que siendo pobre, el señor Griffin qui­siera comerse una langosta, pongo por caso… ¿Qué ten­dría que hacer el señor Griflin siendo tan pobre como los demás pobres, si quería comerse una langosta? –No sé… No sé. –Sí, hombre; tendría que ir a pescarla él mismo. Lo cual no es precisamente cómodo, ¿verdad? Y quien dice langosta dice salmón, o simplemente fruta; tendría que plantar los árboles frutales, esperar que die­sen fruto, recolectarlos… ¿No es así? –Sí… Supongo… supongo que sí. –Ah, pero todo ese trabajo se lo puede evitar uno siendo rico. Cuando uno es rico, los demás trabajan para él, para proporcionarle lo que desea: langosta, caviar, pan, tomates, un chalé en la montaña o en la playa, un coche… Todo, todo, todo está hecho por los pobres que los ricos mantienen pobres con grandiosa astu­cia y habilidad. Porque, demonios, si no hubiese pobres, los ricos no se pegarían la vida padre. ¿Y qué dan los ri­cos a cambio de lo que desean? Pues dan dinero. Solamente dinero. ¿Y sabe quién produce el dinero de los ri­cos? Lo producen los pobres. ¿Se da cuenta del truco? Los pobres que trabajan son los que producen el dinero con que los ricos les pagan. Claro, si por ejemplo el pobre produce con su esfuerzo pongamos mil dólares, el rico le da diez, y le dice: ¿te das cuenta qué bueno soy al dejarte trabajar y pagarte tu trabajo? Lo que no dice es que ese producto conseguido por el pobre vale mil dólares, y que él se queda novecientos noventa. Y entonces tenemos que, con diez dólares, el pobre no puede comer las langostas que pesca, porque ha de ven­derlas para comprar cosas menos caras para subsis­tir. Cosas que han sido creadas por otros pobres que, a su vez, cobran diez dólares por un producto obtenido que vale mil… ¡o más! ¿Comprende? Y con ese producto, los ri­cos compran las langostas y cosas así, mientras los pobres comen pan y mierda. ¿Usted capta, señor Stacey? –Me… me parece… que sí. –Bueno. Por ejemplo, usted está aquí, encerrado todo el día en su garita conserjeril, porque al señor Griffin y a otros vecinos ricachones del edificio les inte­resa que sea así. Pero, claro, si usted ingresara una renta de cien mil dólares al mes, ¡qué demonios estaría usted aquí, hom­bre! Estaría en Miami, o en Acapulco, o en algún sitio así…, mientras pagaría diez dólares a otros que estarían produciendo o ganando mil para que usted se los embolsase… Comprende, ¿verdad? –Sí. Sí, señor –tartamudeó Stacey. –De donde se desprende que usted, para el señor Griffin, es una cucaracha, como yo. Y siendo así, ¿por qué me mira como si las cucarachas fuesen algo repulsivo y repudiable? ¿Quizá porque usted cree que yo soy aún más cucaracha que usted? –No sé… –Stacey estaba lívido–. No, señor, no creo… –Bueno. Reflexione sobre esto, amigo Stacey. Y por poco listo que sea, cuando algún hombre como yo venga aquí lo recibirá usted como si fuese lo que es: una persona que vale tanto como otra cualquiera. O más. ¿Quién vale más, señor Stacey? ¿El pobre que produce mil y gasta diez, o el rico que gasta novecientos noventa sin haber producido nada? Stacey se pasó la lengua por los labios. –Le aseguro que reflexionaré sobre esto, señor…, señor… –Lamb. Su compañera cucaracha Lamont Lamb, señor Stacey. Buenas noches. Cuando salió a la calle, Lamont Lamb se sentía gran­diosamente satisfecho de haberle soltado aquel rollo a Stacey en lugar de partirle la cara, como inicialmente había deseado… –¡Señor Lamb! Se acercó al descapotable deportivo que había estacionado en doble fila frente al edificio, y no fue precisamente amable cuando gruñó: –¿Qué hace usted todavía aquí? –Oh, he estado dando unas vueltas… Pensé que podría usted necesitar otra vez el coche. –Pues, como necesitarlo, lo necesito. Aunque ahora soy lo bastante rico hasta para comprarme un taxi para mí solo. Pero no hay por qué despilfarrar el dinero, ¿verdad? –¿Quiere que lo lleve? –sonrió Diana Murr. –Bueno. –Lamont pasó las piernas por encima de la portezuela, y se sentó–. Pero con determinadas condiciones que le iré explicando por el camino. A fin de cuentas estoy en deuda con usted, señorita Murr. Y otra cosa: el príncipe azul parece que puede salir de ésta. Me refiero al teniente Barrows, el novio o lo que sea de mi querida Ricitos. La chica del hospital, ¿la recuerda? –¿No era la novia de usted? –No. Las cucarachas no tienen novia… ¿O sí? –¿Las cucarachas? –¿Usted no se ha dado cuenta de que yo soy una cucaracha? –¡Qué tontería! –rió Diana Murr–. ¡Usted es un hombre, y de los estupendos, señor Lamb!