Obra Diversa

INTRODUCCIÓN
 

     Este prolífico autor no ha escrito solamente novelas de aventuras, sino que en una vertiente de mayores exigencias literarias ha realizado una obra diversa –y dispersa– a la que en la actualidad, y tras el prolongado y provechoso aprendizaje técnico y literario que implica la narrativa de aventuras, dedica prácticamente todo su tiempo. Cabe mencionar, como obra inédita hasta el momento (y por supuesto merecedora de mejor fortuna), las novelas Para siempre el paraíso, Psicópatres y Los seres del Quinto Día, así como la singular novela-ensayo titulada Cómo hacer el amor sin amor.

     En cuanto a su participación en concursos literarios (muy escasa), con La telaraña rota quedó finalista en el Premio Café Gijón, y semifinalista con Fin de semana en el Ateneo de Valladolid, ambos para novela corta. Asimismo finalista en el Concurso de Cuentos de La Felguera. Más adelante quedó semifinalista con la novela larga O goza o muere en el Premio Círculo Mercantil de Almería. Posteriormente publicó Compradores de gloria, en Ediciones Ceres (Editorial Bruguera) y más adelante Jardín siniestro en Ediciones Vosa y Tus problemas son nuestros problemas, de la serie televisiva de A3TV COMPAÑEROS, para Editorial Salvat.

 

COMPRADORES DE GLORIA
 

–Espere un poco –pidió Damián, fruncido el ceño–, todavía no sé si estoy despierto. Oiga, ¿quién es usted?

–Soy un amigo de Mustafá llamado Abdel Ibrahim, y represento a un grupo de compradores.

–Compradores… ¿de qué?

–De gloria, señor Vargas.

–No comprendo.

–Usted es el famosísimo delantero de la selección española llamado Damián Gol Vargas, ¿no es así? Pues bien, señor Vargas, nosotros esperamos de usted que nos consiga la gloria de que el equipo árabe que va a participar en el Mundial 82 gane ese campeonato.

Damián se atragantó con el Moët & Chandon y comenzó a toser, bajo la circunspecta mirada de su anfitrión.

–¡Pero hombre! –jadeó–. ¡Qué está usted diciendo!

–Queremos ganar el Mundial 82.

–¡Pues gánenlo! ¿A mí que me cuenta? Espere un momento, a ver si me aclaro. ¿Acaso pretende contratarme como jugador para Kuwait creyendo que yo solito puedo conseguir que se ganen todos los encuentros?

–Sabemos muy bien que eso no es posible, pese a su clase y talento como futbolista de elite.

–Entonces ¿qué? ¿Quieren contratarme como entrenador, seleccionador, o algo parecido?

–No, no.

–Pues ¿qué otra cosa?

–Tenemos la esperanza de que esa otra cosa se le ocurra a usted. Nosotros estamos dispuestos a poner todo el dinero que haga falta. Lo demás corre de su cuenta. Señor Vargas, los Compradores de Gloria son de todas las razas y nacionalidades y hace mucho, mucho tiempo que funcionan en todo el mundo: puede tratarse de comprar la gloria de un premio Nobel, la de un concurso de belleza, la de un festival de canciones…, o la del Campeonato Mundial de Burbujas de Jabón Aromático, pongamos por caso. Hay compradores de gloria para todo. Nosotros, los árabes, el mundo árabe, sólo queremos ganar el Mundial 82 de fútbol, pero sabemos que no lo conseguiremos jugando a pelota, y menos este año, porque aún no estamos preparados para ello y eso lo sabemos todos. Sin embargo, es ahora cuando necesitamos psicológicamente el Mundial, y estamos dispuestos a pagarlo muy bien. Por ejemplo, podríamos invertir sin problema alguno cuatro mil millones.

–¿De pesetas?

–De dólares, señor Vargas.

–Bueno –dijo lentamente Damián–, ustedes quieren el Mundial y yo podría decir que sí a todo, quedarme los cuatro mil milllones y engañarles.

–Nosotros sabemos que usted no ha engañado nunca a nadie.

*     *     *

–Salud pa todos. ¿Y qué? ¿Me compras unos decimitos?

–Dame mil pesetas –se resignó Damián–. ¡Y a ver cuándo es verdad que llevas la suerte, vieja liante!

–¿Liante yo? Algún día te acordarás de eso que has dicho, mal hombre. ¡Nadie te quiere como yo! ¡Y ya verás cómo tarde o temprano la gitana Macaria te traerá la suerte! –Formó una cruz con los dedos índice y pulgar de la mano derecha y la  besó–. ¡Por ésta lo juro! ¡La suerte pa mi niño, ea! ¡Pero corazón, si tú no naciste de un coño, tú naciste de una flor!

Salieron de la bañera riendo y se secaron uno al otro. Damián se quedó de pronto mirando la sábana manchada de sangre, en un rincón del cuarto de baño. Cuando miró a Magdalena ella le miraba a su vez, sonriendo.

–Para ser una mujer con dos hijos… –empezó.

–¡De verdad que eres tonto! –se impacientó ella–. ¿Es que voy a tener que explicártelo? ¿No lo comprendes?

–Debo de ser tonto.

–Convinimos con mi marido que no queríamos tener más hijos, así que cuando él se fue a Estados Unidos me hice operar, lo que se llama una ligadura de trompas.  Y ya puestos, pues… me hice… recomponer el himen. ¡Quería darle una sorpresa a mi marido cuando volviera!

Damián consiguió salir de su estupefacción.

–Bueno –masculló–, pues me parece que esa sorpresa no podrás dársela.

–No, ya no. ¿De verdad has tenido la sensación de que era virgen?

–Absolutamente.

–¿No es maravilloso? –rió Magdalena–. ¡Y tal vez vez pueda volver a hacerlo más adelante…!

*     *     *

–Macaria: que voy a ser padre.

–Toma, eso ya lo sabía yo –replicó Macaria–. Na más verle la cara el otro día a la virgencica se lo dije: te preñó. Vaya que sí, angelico mío. ¡Cómo no ha de estar preñada, si donde tú pones el pito suena la música!

*     *     *

Abdel Ibrahim se pasó las manos por la cara, lentamente. Desde el estadio llegó el alarido de la multitud.

–Señor Vargas: Alá tenga piedad de nosotros.

–¿Quiere decir que sus amigos vendrán a matarnos?

–Espero que entienda usted que la Liga Intelectual árabe no sólo sabrá que he fracasado en mi misión de comprar la gloria para el mundo árabe, sino que usted me ha engañado y como consecuencia yo he perdido cuatro mil millones de dólares. Porque son irrecuperables, ¿verdad?

–Absolutamente irrecuperables. Lo tenía todo muy bien planeado.

–Está usted admirablemente loco.

–¿Le gustaría participar de mi locura? –sonrió Damián–. Usted pagó por la gloria y yo puedo proporcionársela incluso en mayor medida de la que pagó…

 

En 1985 su novela Operación Barretina (título actual Corazones muertos) quedó seleccionada en el grupo final de las clasificadas para obtener el Premio Planeta.

 

CORAZONES MUERTOS

Y era verdad que se moría por ella, era verdad que estuvo a punto de morir cuando no podía tenerla, pero especialmente cuando por fin pudo amarla plenamente aquella tarde en que Marina se presentó en su casa, con agua de lluvia en sus cabellos, con olor de carne regada, con ojos de hembra entregada, con luz de vida encontrada en sus grandes ojos de terciopelo nocturno, y lo llevó al dormitorio, lo acostó sobre su cuerpo, y tan só­lo con esto Adrián supo de verdad por primera vez, olvidando ceremonias, ritos, actos y coitos pretéritos, que era cierto lo que decía Claudio, que el amor es lo más importante de la vida, y que sería estúpido pensar en una vida sin sexo y por tanto en una vida sin amor… Sí, se moría por ella y supo mil cosas súbitas de carne y vida cuando ella lo acostó so­bre su cuerpo, tomó con sus dedos de nardo dorado la monstruosidad antiestética y antirromántica que era su pene enardecido, y lo colocó en la entrada de su ser, para devorarlo enseguida con aquel dulce, tierno, cálido, delicadamente apasionado gesto de sus caderas que hizo del con­tacto una alucinante unión perfecta, como un beso increíble de sexos enamorados, como una fusión de órganos reencontrados, como un injerto de mutuo beneficio, como una llegada gloriosa a la meta de la vida…, mientras se abrazaba a su cuello y susurraba que no se preocupase por ella ni por nada. Y sólo ahora, cuando al entrar completamente en Marina, y oír su suspiro roto y cálido, tierno y feroz, dulce y ávido, y al notar sus manos en su espalda, al sentir su presión exigente, al recibir el gesto de su vientre alzándose a su encuentro con impudicia y gula y lujuria exquisitas, y sobre todo cuando ella murmuró en su oído palabras trémulas de seda rasgada, de matices roncos de placer, comprendió Adrián que la Vida era algo mucho más grande, hermosa, digna e importante que todo cuanto hasta entonces había tenido y deseado, y que si había dos sexos era porque la perfección de todo lo creado al­canzaba unos niveles excelsos en los que jamás ni remotamente había pensado, y porque esa perfeccion incluía algo que, se llamase amor o de cualquier otra manera, era la fuente de placer del universo, y ese placer sólo podía ser constructivo, creativo, positivo, y no la mierda de placer híbrido que hasta entonces había creído que era maravilloso y que no era más que un desperdicio de liquido seminal, una vulgar e innecesaria oportuni­dad a los millones de bichos que partían raudos en busca de concretar otra vida que seguramente sería una de tantas vidas más tan absurda como había si­do la suya hasta aquel momento, en el que se sentía hundirse no sólo en las espléndidas morbideces palpitantes que tanto había ansiado con aquel hambre voraz de macho, no sólo en aquel sexo vivo que palpitaba en natural respuesta placentera, sino en un lecho preparado con tiernos sentimientos de mujer, un lecho de dulzuras de amor deseado, un lecho rodeado de temblores, de besos, suspiros, caricias y explosiones de un millón de diminutos orgasmos repartidos en todo el cuerpo y que se es­taban juntando para formar un solo orgasmo que sería como una explosión, como un alarido de vida realizada, de vida sentida, de vida vivida. Y abrazado a ella, sintiendo su carne, su respiración, su transpiración, su latido comple­to, y recordando el intenso placer duplicado de aquella primera vez insó­lita y ardiente, recordando como en un recorrido increíble cada uno de los diminutos instantes de aquel coito inolvidable, Adrián Ferrer decidió que él preferiría morir antes que ver el día en que Marina deja­se de amarlo, y, sobre todo, antes de que naciera un día en que él pudiera  dejar de amar a Marina, la mujer que  estaba en sus brazos y en cu­yos brazos se hallaba… Hubie­ra querido poder explicarle lo que ella deseaba, describirle las hermosas sensaciones de luz y vida palpitante que tenía cuando hacían el amor, y que con tanta facilidad e intensidad y expresividad recordaba él siempre que quería, sensaciones que ya formaban parte de su vida física y mental, y en lugar de eso le había dicho a Marina el tremendo absurdo de que alguna vez durante el remotísimo pasado de sus vidas en que no eran uno del otro en carne y aliento él había llegado a pensar de ella cosas que ahora sabía que nunca podrían ser ciertas, porque ella era el ser más dulce, cálido, tierno y esplendorosamente vital y honesto que él había tenido la suerte de conocer para que su vida dejara de ser una fotografía y fuese para siempre una realidad que jamás podría ser deteriorada por nada de este mundo infeliz y falaz.

 

En 1991, su novela Vencer o llorar quedó clasificada en el grupo de finalistas seleccionadas para el VIII Premio Don Balón para novelas deportivas; en 1992, en la IX edición de este mismo premio, obtuvo el segundo puesto con la novela El vencedor de todos los juegos.

Siempre sin dejar de escribir novelas ha publicado alrededor de 50 obras de ensayo y de divulgación, así como manuales prácticos de diversos temas, como Grandes iniciados de nuestro tiempo, Las sociedades secretas, Zen y artes marciales, ¿Qué es el Opus Dei?, El cuerpo astral y los chakras, Cómo hacer bien el amor… También ha escrito biografías, de las que las últimas publicadas son Mahoma, Confucio y Lao tse.

Entre sus ensayos cabe destacar Carta a los dioses sinvergüenzas, Confieso que he leído y Por una noche loca (o Cómo morir joven, feliz y borracho); este último, reciente y todavía inédito, es una reflexión severa pero humorística –o humorística pero severa– dirigida a los jóvenes que se matan –y matan– conduciendo en las locas madrugadas.

Esta historia-informe tiene dos protagonistas principales: el vino (el alcohol en general) y un simpático, inteligente y joven conductor llamado Turbinator (Turbi, para los amigos), al que le gusta salir de noche, tomarse unas cuantas copichuelas y conducir su portentoso turbo a toda pastilla.

Resumidos y de muy fácil lectura se incluyen informes técnicos y legales, además de un vocabulario del alcohol etílico y un espeluznante alcohol-test sobre cuántas copichuelas son suficientes para que Turbinator (y cualquiera) pierda el control de la realidad, de sí mismo, y no digamos del coche. AÑadamos a esto unos graciosos cuentos de borrachos, bellos poemas de Omar Khayyam, descripción de las borracheras de  a ✞✞✞✞✞✞, remedios contra la resaca, epitafios para borrachos,   chistes  y bromas…

Libro de culto para todos los conductores.

He aquí algunos pasajes de Por una noche loca:

Tú a lo tuyo, Turbinator: ¡a conducir borracho, que la vida es una fiesta, tienes más razón que un muerto! Y ya me dirás tú dónde se ha visto una fiesta sin vino. Sin mujeres bueno, porque a unos les gusta una flor y a otros les gusta un cardo, ¡pero sin vino…!

En fin, comprendo que no te importa matarte, así que ya podrías ir pensando en tu epitafio, para ahorrarnos al menos ese trabajo tan macabro además de morboso y sádico… Y encima, sobre todo y precisamente respecto a los muertos en accidente  –la mayor parte, con mucho, debido a conducir estando trompas perdidos–, se dice que lo de menos es morir, pues por una noche loca se pagan a veces –muchas veces– precios más altos que la muerte. Pero estábamos hablando de epitafios, ¿verdad?, así que ahí van unos cuantos para tu tumba, y si quieres más no hay problema, puedo inventarme los que haga falta.

Tranquilo, que epitafios y tumbas no han de faltarte.

Helos aquí.

     No lloréis por mí, cretinos,

     que peor mi vida fuera

     seguir con la borrachera

     cometiendo desatinos.

***

     Ay de mí, qué triste he muerto,

     pues ocurrió en un momento

     camino l’apartamento

     de una chorba-monumento.

***

     Si queréis verme feliz

     en este agujero infecto,

     olvidad ya mi desliz,

     ¡y traed vino al momento!

 

¡Este que sigue es muy original!:

 

     Llamé al cielo y no me oyó,

     y pues sus bodegas me cierra,

     de mis trompas en la tierra

     responda el cielo, ¡no yo!

 

Te aconsejo que antes de coger el turbo te prepares tú mismo unos cuantos epitafios, señalando el orden de tu preferencia.

O bien, mejor todavía, que se los encargues a un buen profesional, como yo mismo, sin ánimo de promocionarme para trabajos raros, que de ésos ya he hecho suficientes.

¿O todavía no?

No sé, no sé, porque hay por ahí cada editor que mejor sería que estuviese tomando el sol en Hawai, bellamente inactivo; mejor para los escritores, claro. Bueno, da lo mismo, aquí me tienes.

En cualquier caso, insisto: prepara o encarga a tu gusto tu epitafio, pues de otro modo te expones a que algún malparido quiera mearse de risa a tu costa y te ponga alguno como este que sigue:            

     Este inhumano pingajo,

     bebiendo se fue al carajo,

     y alguien lo confundió

     con un horrendo gargajo.

 

Hombre, claro: gente grosera y con mal gusto la hay en todas partes, y todo lo que podemos hacer los selectos es protegernos de ella como nos sea posible. 

Pero bueno, vamos a dejarnos de alegrías y hablemos un ratito de cosas serias. Aunque contigo ¿para qué? Mejor es que te explique unos brevísimos cuentos, por si alguno te da ideas para más epitafios.

 

BREVÍSIMOS CUENTOS DE BORRACHOS ESTÚPIDOS:
(¿O breves cuentos estúpidos de borrachos…?)

Esta noche he bebido poco

***

A mí no me hace efecto.

***

Este whisky es muy flojo.

***

Meando se me pasa enseguida.

***

Aguanto más que Dios.

 

Y termina así esta horrenda narración de Por una noche loca:

Yo estoy de acuerdo en todo con Omar.

Le comprendo.

Y como él, bebo vino en los labios de la hermosa ánfora y, siempre que puedo, en los dulces labios de mi amada, y también escribo, a la sombra de un granado o de una higuera, prosas como ésta, con intenciones poéticas:

¡Joder, si me gusta el vino…!

Pero echo el freno cuando es el momento, y si un día se me sube el pijo a la cabeza y me siento héroe de las galaxias, me quedo en casa y me extasío escuchando a Chopin, o me preparo un bocadillo de paella, o lloro escuchando la melodiosa voz de cualquier mariconcete invitado a alguno de esos bellísimos e ingeniosísimos concursos de la tele, o me paso por el vídeo una de nuestras exitosas películas nacionales con cómico tierno y casi clerical incluido, o llamo a un teléfono erótico, o sueño que estoy en Hawai viendo moverse mil de esos encantadores culitos de las lindísimas polinesias con sus falditas de paja, aloha!, o me asomo a la terraza a contarles chistes a las golondrinas.

Cosas así, a cuál más excitante, meritoria y/o peregrina. Lo que quieras, menos andar por ahí avasallando a la gente, ni matando a nadie.

Yo diría: Ave, Omar, bebituri te salutan!

Bien entendido: beber con placer y por placer y sin nunca el capullo y el bárbaro hacer. Claro que si no te gusta lo último que te he dicho, quizá te resultaré más simpático cambiándote el final de la carta, dejándolo así:

Bebe tranquilo, chaval, que son cuatro días, y la gente es cabrona, patosa y envidiosa por naturaleza. ¡No les concedas el privilegio de tu atención ni de tu afecto! ¡Y menos que a nadie a tu madre, que es una puñetera aguafiestas! ¡Bebe toda la mierda que quieras! ¡Y conduce como te salga de los cojones, faltaría más!

No les hagas ni putísimo caso.

Emborráchate.

Mata.

Mátate.

Cada cual se divierte como sabe y puede.

Eso sí, cuando te dispongas a utilizar tu ferocísimo y mortífero turbo en alguna de tus heroicas incursiones por el mundo de las personas normales, asegúrate de que te matas pronto y del todo. Y no te lo tomes como nada personal contra ti, Turbinator: es, simplemente, que estamos hasta la perindola de mamones como tú, que dejan madres desconsoladas, viudas en absoluto alegres, huérfanos desconcertados y compañías de seguros cabreadas.

Y luego van estas últimas, o sea, las compañías de seguros, y nos suben las primas a nosotros, los que seguimos viviendo para seguir pagando. (¿O los que pagamos para seguir viviendo…?)

¡Serás mamón…!

De todos modos, sinceramente te lo deseo: en paz descanses, y quiero que sepa que incluso te he reservado un nicho.

Pero piénsalo bien, chaval, amiguete, tío cojonudo, ligón más que ligón, machote, futuro ingeniero o lampista o futbolista o lo que te dé la gana, guaperas, califa del mundo…, ¿no estarías mejor aquí, con tu madre, con la cariñosa y cachondísima Mari Pili, con todos tus amigos, con toda esta gente que tanto te quiere y a la que has clavado el puñal de la pena por culpa del jodido vino?

Piénsalo, Turbinator.

Tú sabes hacerlo.

Seguro, seguro, seguro que sabes pensar las mejores cosas del mundo.

Y lo que es más: puedes hacerlas.

 

En la actualidad, compaginando su incesante creación literaria con diversas labores siempre dentro del ámbito editorial, Antonio Vera está trabajando intensamente en una ambiciosa creación de tema espirisomático (ha sido inevitable –y adecuado– componer un nuevo término para referirse con brevedad al tema), en el que se exponen experiencias propias y conocimientos adquiridos durante más de veinticinco años de lecturas, estudios y sondeos realizados en el ámbito de la naturaleza, origen y evolución de la criatura humana. La obra se titula Poderes ocultos de los seres superiores, y en ella se pone de manifiesto cómo lo caprichosamente llamado paranormal, extracorpóreo, esotérico y otras nomenclaturas no menos vanas puede convertirse en puros conocimientos que se explican por sí mismos natural y sencillamente y se aplican aún más naturalmente.        

Así empieza…

 

YO PODRÍA SER DIOS

Me gustaría ser Dios, pero me parece que no lo soy. Y digo porque me queda la duda, ya que si aceptamos su existencia es evidente que alguien tiene que ser Dios, y en tal caso… ¿por qué no podría ser yo? ¿Con qué fundamento razonable y razonado se me puede convencer de que existe algún ser que tiene facultades que yo no tengo? Con ningún fundamento. Si existen facultades extraordinarias o superiores yo las tengo, es así de simple y cierto. Sólo se trata de hallarlas, desarroLlarlas y utilizarlas. Y eso puede lograrse… incluso sin ser Dios.

 

PODERES OCULTOS

DE LOS SERES SUPERIORES

Según el concepto usual del esoterismo este libro no es propiamente esotérico, si bien, supongo que inevitablemente (y pese a lo antes dicho), tiene algunos matices del mismo, fruto de mis largos años de estudio del tema.

Pero no, no es esotérico, ya que cuando hablo de poderes ocultos no trato de decir poderes secretos, escondidos o privatizados, sino que me refiero concreta y precisamente a poderes o mejor dicho facultades naturales del ser humano que  éste desconoce –o al menos así lo parece, si juzgamos  por sus acciones habituales– debido a que están ocultos bajo una coraza impenetrable  de ignorancia y, sobre todo, de mentiras y de falacias con las que ha sido estructurada la vida de las personas corrientes con la única  finalidad  –no se me ocurre otra, por más que reflexiono al respecto– de manipularlas y  usar, abusar y aprovecharse de ellas en todos los sentidos y a todos los niveles.

La primera de las falacias en las que vive inmerso el ser humano es la de considerarse un cuerpo con un cerebro, cuando en realidad es un cerebro con un cuerpo.

La  segunda falacia es la referente al espíritu, que no es ninguna entidad foránea que nos llega del cosmos (¿?) sino que es una creación del  propio ser humano, un chip eléctrico que emite cada persona al morir y que contiene la síntesis de sus experiencias.

La tercera falacia corresponde a todas las normas que establece la VS, es decir, la Vida Social, con su conjunto de manipulaciones a cuál más artera y ruin, empezando por la religión y acabando por la política.

Estas tres falacias, que ya mencioné en mi ensayo Carta a los dioses sinvergüenzas, las explico y analizo aquí de modo específico y sirven de base al desarrollo de unos temas que facilitan la  comprensión de una realidad que puede ayudar al lector a ver la vida de un modo no diré inédito –quizá sí– pero sí más claro. Estos temas clarificadores son dos: la DMT, o sea la DesMenTalización, palabra que por sí misma explica el tema, y la LUZ,  que consiste en una serie de ejercicios íntimos para  ampliar  las  percepciones  de la  persona hasta el punto de desarrollar sus verdaderas funciones y acceder así a Ma, es decir, al Alma de la Vida, donde se hallan no digamos memorizados sino simplemente existentes y latentes todos los eventos de la Tierra y de las criaturas que la habitamos.

Porque todo cuanto existe jamás de existir, desde un pensamiento a un espíritu, entidades que permanecerán en la Existencia mientras ésta perdure. Bien entendido, permanecerán como entidades eléctricas que son, o sea, muy diferentes a las perecederas e irrepetibles criaturas que, paradójicamente, son las que han originado los pensamientos y los espíritus.

(Está  claro que cuando hablo de espíritus  no me refiero en absoluto a nada que ni siquiera se aproxime a ninguna clase de religión o de creencia sobrenatural, sino a simples cuestiones físicas, naturales y al alcance de la comprensión de la persona, lo cual no sucede con muchas facetas de cualquier religión ni con las supersticiones y demás pejigueras más o menos intimidatorias y/o jocosas.)

La reactivación de las naturales facultades del ser humano actualmente aletargadas e incluso atrofiadas se diría que de un modo casi total, daría lugar a lo que podríamos llamar una eclosión de poderes ocultos formidables y muy eficaces y convenientes para la vida de la persona y su evolución pero que no son en absoluto fantásticos, ni milagrosos, ni nada parecido; y esto, por la simple razón –que se explica con detalle en el libro– de que si el ser humano hace una cosa es porque puede hacerla, y si puede hacerla es porque forma parte de sus facultades, y si forma parte de sus facultades no ha lugar a pasmos, sobresaltos ni maravillas si, sencillamente, hace lo que sea utilizando esas facultades.

Por supuesto, si una persona realiza cosas admirables que las demás personas no saben o no pueden realizar, podría ser considerada como un ser superior. Pero es una superiodidad en absoluto fantástica y se halla al alcance de casi todo ser humano verdaderamente inteligente, pensante y dispuesto a estudiarse a sí mismo hasta darse cuenta de que, para ser superior, le basta simplemente eso: saber lo que tiene que hacer consigo mismo. Esto y, por supuesto, disponer de una básica calidad mental y espiritual que, hasta donde indican las evidencias, no es precisamente abundante hoy en día en la especie humana. Y cuando digo es para significar claramente que la especie humana tuvo, sin la menor duda, tiempos infinitamente mejores.

 

EL DESTINO HUMANO

Todo ser humano tiene para consigo mismo la inexcusable obligación de visualizar, diseñar, organizar y gobernar su propia vida de modo que ésta  sea lo que realmente es y llegue a ser lo que realmente tiene que ser; para alcanzar estos deseables  e insoslayables objetivos cada cual debe esforzarse en conocer y saber interpretar y utilizar las originarias, evidentes y simples verdades básicas respecto a  sí mismo, a su hábitat y a la Existencia.

Helas aquí.

La Tierra es un pequeño planeta rodeado de una masa atmosférica  inherente que le acompaña en su cíclico viaje orbital alrededor del Sol. La Ciencia de la Existencia –que tan pocos se molestan en estudiar  ya  sea interna o externamente–, cuyo nombre lo dice todo, ha asignado  el nombre de Ma a dicha masa atmosférica, y el de Ta  al planeta que envuelve y vivifica. En Ta se alternan la luz y la oscuridad. En Ma todo el ámbito resplandece siempre con una  luminosidad  indescriptible, y se halla animado por sutiles y  poderosísimas vibraciones eléctricas cuya naturaleza y potencia –bien diferentes de lo que se conoce habitualmente como “electricidad”– son desconocidas e impensables para los seres humanos no avisados.  Fueron estas sutiles y poderosísimas vibraciones las que en su momento originaron y ahora mantienen la vida de Ta y de las criaturas que de éste surgieron de modo espontáneo y que desde entonces se van multiplicando incesantemente. En la grandiosa memoria vibroléctrica de Ma queda anotado desde siempre y para siempre todo cuanto hacen esas criaturas, todo cuanto sucede en Ta.

Así pues, es evidente que quien desee saber cualquier cosa referente a Ta y a sus criaturas tiene que acceder al  ámbito de Ma y conectar  con su memoria eterna, infinita y naturalmente prodigiosa, y efectuar aquí las indagaciones pertinentes por supuesto del modo pertinente. Pero esta  natural y provechosa conexión con Ma sólo la logran  quienes llevan a buen término un duro y largo reaprendizaje de lo que el ser humano ha olvidado, para realizar el cual el discípulo cuenta inicialmente con la inestimable ayuda de su Ser Interno, o sea, de su  propio espíritu; aun así, ha de transcurrir muchísimo tiempo y él ha de transitar por muchas vidas y muchas muertes antes de estar preparado para afrontar la fase final. Sin embargo, cuando el discípulo es estudioso, sincero y de calidad, y cuenta con un Ser Interno adecuada y suficientemente evolucionado, supera con prontitud todos los obstáculos y logra no sólo acceder a Ma, sino alcanzar el umbral de la Única Verdad; es entonces cuando aparece el Maestro que definitivamente lo introduce en el ámbito del entendimento y lo encamina hacia el verdadero, significativo y definitivo destino de todo ser humano digno de este nombre: la Inmortalidad o Vida Eterna, es decir, la Existencia.

El conocimiento espirisomático, se dice en la obra, no es magia ni nada misterioso o fabuloso: es sólo conocimiento adecuado de cosas que la mayoría de las personas desconoce o conoce mal; aquí, con un lenguaje asequible, se explican “misterios” de modo tan diáfano que lo arcano se convierte en mundano y resulta fácil de comprender y asimilar.

Mucho tiempo antes de Poderes ocultos…, y como una premonición o una inconsciente gestación de esta obra, Vera escribió, inspirado en la mencionada novela O goza o muere, el poema del mismo título.
 

 

O GOZA O MUERE

 

     Existe en lo hondo de mi mente

     como una resonancia de olvidadas cosas,

     chispas que taladran con luz mi oscuridad

     como un grácil revolar de mariposas.

 

     Existe en mi profunda conciencia

     como cálido recuerdo de otro instante,

     un saber que hay algo hermoso, subyugante,

     algo que ya va vislumbrando mi consciencia.

 

     Existe, sí, en cada ser de este mundo

     un aliento de vida y de hermosura,

     un amor, una esperanza, ¡una locura!

     de alcanzar del vivir lo más jocundo.

 

     Existe bajo el terso firmamento

     un lugar donde fuimos obsequiados, de repente,

     con el goce de vivir, de amar en todo tiempo,

     de convertir la existencia en un deleite.

 

     Un deleite interior, de cada uno,

     un goce de vivir uno por uno

     los ruidos interiores de este cuerpo,

     que son vida, son placer, son testimonio,

     del aliento de vida y de hermosura

     que late breve tiempo dentro nuestro.

 

     Breve tiempo en el latir del universo,

     tan breve, tan pequeño, tan fugaz e intenso

     que diríase que jamás existió ni un momento

     esa tierna materia que es el cuerpo.

 

     Breve tiempo de brevísima ternura,

     tiempo justo de pasar volando

     para hacer de esta vida dicha pura,

     dicha de vivir, de estar aquí, de estar amando.

 

     Breve tiempo de amor y de hermosura,

     que se va cuando aún no hemos sabido

     que ignorarlo es cosa de locura,

     pues jamás volverá la vida que se ha ido.

 

     Breve tiempo para que comprenda nuestra mente

     las palabras de este mi poema: o goza o muere,

     porque gozar es vivir eternamente,

     sufrir es cruel sucedáneo de la muerte.

 

Escritor vocacional, hoy más lúcido y creativo que nunca, rico en experiencia y millonario en imaginación, Antonio Vera sigue atestiguando que nada en su carrera ha sido ocasional ni fortuito, sino fruto de su gran profesionalidad y su extraordinaria e inagotable capacidad creadora.

Como muestra de esa capacidad creadora se ofrecen aquí cuatro relatos, un breve y confidencial compendio de pensamientos titulado Pienso, luego sufro, y un denso y muy informativo artículo sobre la Ciencia Ficción titulado Lo fantástico de la fantasía, que forma parte del espléndido volumen editado por Robel sobre LA CIENCIA FICCIÓN ESPAÑOLA. Los relatos son tan dispares que van desde el truculento y morboso terror de Las invitadas de Madame a la candidez del cuento para niños titulado El pingüino aventurero (que Lou escribió para sus nietos), pasando por el insólito Cumpleaños de Dios y el extraño pasajero de tren al que bien se le puede llamar Viajero sin destino.

El resto de la variadísima producción de Lou Carrigan, hasta sus casi MIL obras publicadas, todas ellas de lectura asequible y amena que caracteriza su inimitable estilo, tal vez vaya apareciendo aquí en ocasión más oportuna.

 

EL CUMPLEAÑOS DE DIOS

Aquella tarde, cuando vieron al tonto sentado al pie de una higuera, los dos viejos y sabios filósofos tuvieron la misma idea: reírse un poco ya que filosofar se les estaba poniendo más difícil cada día debido a que habían agotado todos los temas.

Pero reírse sin mala intención, en absoluto; no pensaron ni por un instante en burlarse del tonto, ni nada remotamente parecido, actitud que no habría correspondido a su gran categoría intelectual y humana; sólo se trataba de distraerse, porque como bien se sabe, no sólo de pan, ciencia y filosofía vive el Hombre. Aunque tal vez pudieran filosofar sobre la tontería que suponía esperar en pleno mes de julio que cayeran ya maduros los higos que sólo estarían maduros en septiembre. Sería curioso, y hasta quizá pudiera tener un punto de interesante, tratar de penetrar en los oscuros recovecos de la mente de aquel pobre hombre que confortaba su espera dormitando a la sombra de la higuera.

Hacía ya muchísimo tiempo que los dos viejos y sabios filósofos salían casi todas las tardes a dar un paseo por el campo. Muchos años atrás, cuando eran jóvenes, aprovechaban aquellos paseos para sostener una vibrante, apasionada e interminable conversación en la que desarrollaban y solucionaban muchos temas de toda clase, pero actualmente la conversación era más pausada, más sosegada y, ciertamente, menos vibrante.

No sólo la edad los había apaciguado; también la sabiduría.

Sabían muchísimo más que sesenta años atrás, sabían tantas cosas y habían resuelto tantos enigmas de la humanidad que habían llegado al punto en que apenas hablaban, salvo observaciones casuales o, muy de tarde en tarde, un comentario sobre vivencias y conversaciones anteriores.

Aunque sabían que los temas de la existencia y de la ciencia —¡y no digamos la filosofía!— son inagotables, lo cierto era que se hallaban en un momento crucial: cada día tenían más dificultad para encontrar un tema digno de su ciencia, sapiencia y experiencia.

Se puede decir que los dos sabios filósofos solamente tenían pendiente un problema a cuya solución, habían tenido que admitirlo, ni siquiera se habían aproximado pese a haberle dado vueltas y vueltas y haber alambicado cientos de teorías matemáticas y cósmicas e incluso teológicas. Dicho problema consistía en determinar cuándo era el cumpleaños de Dios. Es claro, ellos no creían en la existencia de Dios, y ni siquiera en lo que la gente vulgar suele ampararse para disfrazar su ignorancia por un lado y su cautela por otro, es decir, esa frase absurda que debió de ocurrírsele al primer tonto del mundo: «Hombre, yo no creo en Dios, o sea, en ese sujeto con barbas de las estampitas y grabados religiosos, pero Algo hay, ¡Algo tiene que haber!»

¿Tal vez el tonto estaba esperando un milagro divino que acelerase la maduración de los higos un par de meses?

Naturalmente, esto era imposible, pero… ¿lo creía posible el tonto? Es más: ¿creía el tonto en Dios?

Porque si creía en Dios quizá se le hubiera ocurrido algo respecto a su cumpleaños. Es más, en general… ¿cómo verían este asunto los tontos que creían en la existencia de Dios? ¿Qué gigantescas tonterías se les podía ocurrir a los mortales corrientes y dolientes sobre el cumpleaños de Dios? Porque a ellos, a los sabios, simplemente no se les ocurría nada por una no menos simple razón: nada se les podía ocurrir sobre algo que no existía.

Los dos sabios se detuvieron en el camino y se miraron, desalentados. Hacía tanto tiempo que intercambiaban ideas, conocimientos y filosofías que en muchas ocasiones ni siquiera necesitaban hablar para entenderse, para saber el uno lo que pensaba el otro. De modo que la idea pasó también en esta ocasión de una a otra mente, con una lucidez fantástica, como el pequeño relámpago que va de uno a otro aparato de física: si ellos, que llevaban años y años estudiando, elucubrando y filosofando sabiamente no habían encontrado respuesta a su pregunta…, ¿cómo habrían de encontrarla los humanos vulgares, cómo podría encontrarla un desdichado ignorante?

Ignorante, bien se entiende, en el más puro y exacto significado de la palabra según la habían remodelado los dos sabios, o sea, . Ése es el verdadero y gran ignorante. Porque se podía suponer que si al tonto de la higuera se le informaba de algunas cosas podría llegar a aprenderlas, pero seguiría siendo un ignorante pues continuaría ignorando que podía saber más cosas.

Ellos sí sabían que podían saber.

Sabían que podían saber infinidad de cosas, a decir verdad cada día más cosas, porque el ser humano, aunque bastante tonto, se las estaba arreglando no sólo para llegar a saber lo que ya existía sino para crear cosas nuevas que luego lo obligaban a saber más.

Por ejemplo, todo aquello de Internet… Esto más valía dejarlo. Valía más seguir en la ciencia y en la filosofía. Y en un conocimiento amplio y general de la vida y la existencia, claro. Que por cierto, ellos sabían que no es lo mismo la vida que la existencia por más que la masa humana crea que es la misma cosa; más aún, no es que la masa humana “crea” que la vida y la existencia son la misma cosa. No creen nada, porque creer es conocer y asumir, y la masa humana no cree nada porque no conoce realmente ni sabe asumir nada: se limita a obedecer  aceptando lo que le dicen sobre la vida y la muerte quienes los han amaestrado… Ni se les ocurre que la vida es sólo la que vive un cuerpo y que la existencia consiste en las vidas encadenadas de infinitos cuerpos por los que va pasando un espíritu conscientemente, es decir, recordando todos los cuerpos, todas las vidas con sus respectivas vivencias y experiencias carnales.

Los dos viejos y sabios filósofos estaban al corriente y en el conocimiento incluso de lo improbable, de lo abstruso, de lo oculto.

Habían logrado solucionar, por ejemplo, no sólo la cuadratura del círculo sino también su triangulación. También habían elucidado la verdad sobre la auténtica utilidad y sentido de las pirámides, pero esta verdad era tan sorprendente e impresionante que no se atrevían a hacerlo público, pues consideraban que la humanidad actual no estaba preparada para tamaño sobresalto. Sabían que el átomo tenía un elemento intruso que, hasta el momento,  nadie salvo ellos había localizado y clasificado. Sabían con absoluta certeza cuál era el origen verdadero del ser humano, que por cierto no desciende del mono sino que es el revés: el mono desciende del hombre…, de ciertas actividades del hombre que aquí no vienen al caso.

Y así, miles de cosas.

Entonces… ¿cómo podían ellos descender a preguntarle al tonto si sabía cuándo era el cumpleaños de Dios? ¿Cómo unos sabios que habían dedicado su vida entera a las más altas sapiencias, presunciones, elucubraciones, teorías y disquisiciones podían tan siquiera entrar en conversación con una persona cuya ignorancia era espantosamente deplorable?

Por fin, se impuso su generoso y buen talante y decidieron que, a fin de cuentas, todos los seres humanos —bueno, casi todos— merecen un trato de mínima consideración y el beneficio que pueda derivarse del contacto con sus semejantes.

De modo que se acercaron al tonto.

Éste se hallaba sentado en el suelo, con las piernas estiradas, las manos sobre el vientre, la cabeza caída relajadamente sobre el pecho y la espalda apoyada en el tronco de la higuera. Estaba tan plácida y profundamente dormido que no se enteró de que los dos sabios filósofos se habían detenido ante él y le estaban contemplando.

No tenían prisa.

El sol era hermoso.

Cantaban las cigarras.

El tiempo pareció tornarse de cristal dorado y quedar inmóvil.

De pronto, seis o siete minutos más tarde, el tonto despertó.

Primero vio sus propios pies, y luego los de los dos filósofos. Alzó rápidamente la mirada, los vio contemplándole y enseguida sonrió espontánea y sinceramente.

—¿Tú crees en Dios? —le preguntó uno de los filósofos.

El tonto pareció recibir un ramalazo de vitalidad. Se sentó más erguido, mirando rápidamente de uno a otro sabio, parpadeando mucho. Era de temer que ni siquiera hubiera entendido la pregunta, de modo que el otro sabio inquirió:

—¿Tú sabes quién es Dios?

El tonto asintió con la cabeza.

—¿Y cómo lo sabes?

—El padre Orencio me lo ha dicho —terminó por sonreír de nuevo el tonto.

—Ya. ¿Y sabes cómo es Dios?

—Sí.

—¿Cómo es?

El tonto comenzó a parpadear de nuevo. Los dos sabios se miraron y por supuesto se entendieron a la perfección. Estaban tan compenetrados que incluso se turnaban sin fallo en tomar la palabra.

—¿Es alto, hermoso, de mirada bondadosa y con largas barbas?

El tonto asintió con entusiasmo.

—¿Lo has visto alguna vez? Quiero decir, tal como nos estás viendo ahora a nosotros.

El tonto negó.

Su mirada iba velozmente de uno a otro filósofo.

—¿Y si yo te dijera que Dios no existe?

Los ojos del tonto se abrieron de par en par. Se había asustado. No dijo nada. Iba mirando de uno a otro, eso era todo. Por fin, dijo:

—Sí que existe.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabes?

—Hablo con él.

—Vamos, que sois amigos.

El tonto recuperó la sonrisa.

—Sí, somos amigos… Dios y yo somos amigos…

—Entonces seguramente sabes cuándo es su cumpleaños.

Hubo un brevísimo instante de desconcierto en la expresión del tonto; pero enseguida volvió a sonreír y dijo:

—Sí, sí lo sé.

Los dos se quedaron mirándolo, sonrientes a su vez.

Habían llegado al punto culminante.

La conversación con el tonto había valido la pena.

¿Qué se le había podido ocurrir a aquel simple ser humano? Podía decir un millón de tonterías, empezando por asignarle a Dios el día de Navidad como fecha de su cumpleaños. Fuese cual fuese su respuesta (que sin duda y en definitiva sería representativa de la tonta generalidad humana), la diversión estaba garantizada.

—Bueno, dinos, ¿cuándo es el cumpleaños de Dios?

El tonto no titubeó ni un instante para decir:

—Siempre.

Los dos viejos y sabios filósofos se quedaron petrificados. Sus cerebros hicieron un alto en el camino de la sabiduría e incluso en el de la filosofía. Sus mentes estaban sumidas en la densa e impenetrable oscuridad de la perplejidad.

El tonto se puso en pie y comenzó a alejarse, bostezando, y esto hizo reaccionar a los dos viejos sabios. En algún rincón de aquellas mentes recientemente maltratadas brotó un punto de maldad que generó el deseo de venganza.

—¿Ya te vas?

—Sí. Voy a merendar.

—Precisamente. Si esperas un poco más caerán higos maduros y podrás merendar.

El tonto los miró atónito. Su gesto se tornó amable y condescendiente.

—Los higos no madurarán hasta septiembre —dijo.

—Entonces… ¿por qué estabas aquí esperando que cayeran?

—No estaba esperando que cayeran los higos.

—¿Pues qué esperabas?

—Nada. Sólo me puse a la fresca de la sombra para echar una siesta.

Y se fue a merendar.

 

 

LAS INVITADAS DE MADAME

Había dos cosas que Marie odiaba con toda su alma. Una de esas cosas era las ratas. La otra, sus vecinas y amigas de to­da la vida: Veronique y Claudine.

Las ratas, porque se lo comían todo. To­do, todo, todo. No había lugar al que no tuvieran acceso; no había manjar, por insó­lito que fuera, que ellas desdeñasen. Co­mían madera, ropa, papel, zapatos, pared, ¡y no digamos comida!

Podían aparecer en cualquier parte de la casa y en cualquier momento. Marie había hecho todo lo humanamente imaginable pa­ra librarse de ellas, pero no había modo. Se las encontraba en la cocina, o en su dor­mitorio, o dentro del armario. Donde fue­se, en todas partes. Y ya podía Marie tapar los agujeros con cal viva, con cemento, con madera o con cualquier otra cosa, que las ratas vol­vían a aparecer. Ya podía echarles raticidas de los más violentos y eficaces, que volvían a aparecer.

Es claro que muchas de ellas morían, pe­ro llegaban las de relevo rápidamente. Hasta tal punto esto era así que Marie había llegado a la conclusión de que las ratas te­nían una especie de pacto en lo referente a ella: unas cuantas se convertían en “beneficiarias” de su casa y todo cuanto contenía hasta que morían, ya fuese de ancianidad, envenena­das, a escobazos o martillazos (que de todo hacía Madame Marie). Y en cuanto morían las de turno, ya estaba la siguiente horda esperando.

Nunca eran muchas.

Madame Marie había llegado a contar en cierta ocasión hasta seis ratas juntas, pe­ro esto, ciertamente, no era un gran núme­ro que debiera preocupar. Con frecuencia, Marie pensaba que quizá las ratas tenían la suficiente astucia para no mostrarse en gran cantidad, no fuera a ser que ella tomara medidas definitivamente drásticas. Es decir, que las ratas sabían tirar de la cuerda, pero sin romperla.

¿Por qué no?

A fin de cuentas, la inte­ligencia no tenía por qué ser cualidad o fa­cultad exclusiva del ser humano. Aunque diminuto, también las ratas tienen cerebro. Igual podían pensar: “El día que esta vieja se harte de verdad nos vamos a encontrar sin techo y sin comida.”

Porque claro, ya se sabe que las ratas viven en cualquier parte y en todos los sitios, pero  ¿por qué desdeñar una casa que, aunque vieja, era confortable y tenía un ho­gar caliente y nunca faltaba comida, aun­que fuese modesta y no muy abundante? Habría sido como hundir los botes de sal­vamento porque uno tuviera un transatlántico. Bien está tener el transatlántico, pero no por ello iban a hundir los botes.

Seguramente, Marie les concedía dema­siada capacidad pensatoria o de cálculo a las ratas, pero tontas no podían ser, desde luego, porque se las sabían todas. Es más, Marie había llegado a pensar que no eran sólo seis las ratas que había en su casa o en los alrededores cercanos y siempre dis­puestas a visitarla, sino más, muchas mas…, sólo que, (¡astutas ellas!) la visita­ban de seis en seis como máximo. Así man­tenían una especie de equilibrio de pacien­cia y de tolerancia alimentaria.

Fuesen o no fuesen siempre las mismas seis visitantes de Madame Marie, lo cierto era que había una rata que no podría enga­ñarla nunca, porque era coja. A saber qué le habría pasado a la rata, pero era coja: le faltaba un trozo de la pata delantera derecha. Y hasta este pequeño detalle, que no ha­bría preocupado ni mucho menos alterado a cualquier ser humano, ponía furiosa a Marie.

¿Por qué?

Pues, porque también ella era un poco coja, aunque no de la pier­na derecha, sino de la izquierda. Era lo su­ficientemente coja como para que su cami­nar tuviera una cierta característica, incon­fundible.

Igual que la rata en cuestión.

Pese a la peculiar vivacidad de movi­mientos de la rata, la cojita visitante de Ma­rie tenía un cierto movimiento característico que la identificaba, aparte de que Marie ya había aprendido a divisar siempre por entre el repugnante y maloliente pelaje el muñón. Y como si además la rata quisiera que Marie nunca tuviera la menor duda, era más grande y sucia que las restantes. Así que, muy bien, podía ser que las otras cinco visitantes de turno pudieran engañar a Marie, pero no la cojita. Ésa es­taba identificada para siempre.

Y, para distinguirla de las demás, le pu­so un nombre que tenía cierto regusto amargo: Madame. Llamó así a la rata por­que era como la llamaba a ella todo el mun­do en Chéssy, pequeña localidad cercana a Lyon. Seguramente la gente del pueblo ya ni se acordaba de su nombre. Era la ­Madame de la Vieja Casa, y así la conocían todos.

De modo que Madame Marie decidió que la rata coja, grande y asquerosa se llamara­ también Marie. Era una especie de masoquismo autocomplaciente.

–Madame –le decía Madame a la ra­ta–, ¿con quién vienes hoy? ¿Cuántas amiguitas traes? Acercaros, que el día que te pueda poner el pie en el cuello terminarán tus días…

Porque eso sí: Madame la rata era listí­sima, y sabía que, aunque en aquella vieja casa encontrara comida y calor, no debía descuidarse ni confiar en aquel ser humano de ojos pequeños y ardientes. No en vano Madame la rata había visto morir a muchas de sus compañeras victimas del raticida, la escoba, el palo, o hasta la horquilla del abandonado granero… Había, en cierto modo, un respeto mutuo entre ambas Ma­dames. Cada una de ellas sabía que la otra era lista y una enemiga digna de todo cui­dado. La una con el raticida y la otra de­vorando desde la comida a cualquier cosa.

Realmente, el odio que sentía Madame por la Madame rata en particular y las ra­tas en general estaba justificado: que una vieja pobre viva sola, y encima tenga que compartirlo todo con las ratas, es dema­siado.

Pero… ¿por qué odiaba Madame Marie a sus vecinas y amigas de toda la vida, Ve­ronique y Claudine?

Esto ya es más largo de explicar, pero, considerando la naturaleza humana, tam­bién se justifica.

Madame Marie odiaba a Veronique y Claudine porque ambas eran y tenían lo que ella nunca había sido, ni sería, ni tendría. Tal vez no era muy razonable, pues enton­ces medio mundo se pasaría la vida odian­do al otro medio, pero sí era justificable. Pasarse la vida careciendo de todo mientras vemos a nuestros más cercanos semejantes disfrutar de tantas cosas tiene que mortifi­car a cualquiera. Unos se controlarán más y otros menos, pero el rencor tiene que aflorar inevitablemente.

–Marie,  ¿cuándo te casas? –le preguntaban.

Pas encore –tenía que contestar siem­pre Marie.

Y ese todavía no era, cada vez, como una cuchillada en el corazón y en el espíritu de Marie, porque sabía que en realidad te­nía que haber contestado nunca.

De jovencita todavía había tenido ilusio­nes, pero no había tardado demasiado en desengañarse. A los dieciséis años la habían desflorado brutalmente, detrás del granero de su casa, –uno de los componentes de un circo que ni siquiera Dios (según pensaría más adelante Marie) sabía por qué se ha­bían detenido o pasado por allí. O tal vez no fue uno de los del circo, sino varios y ella creyó que había sido uno. El caso es que le hicieron un destrozo físico y mental del que no se recuperó jamás.

Tal vez, si hu­biera sido más bonita habría terminado por encontrar un hombre que se hubiera casa­do con ella, o que, al menos, la hubiera estado gratificando emocional y sobre todo sexualmente una tempo­rada o unos años.

Pero ni eso.

–Marie, ¿cuándo te casas?

Pas encore.

Por supuesto, quienes con más frecuen­cia le preguntaban a Marie cuándo se casa­ba eran Claudine y Veronique, y, sin la me­nor duda, con esa malicia malsana que te­nía que corromper los intestinos de cual­quiera; y más, de alguien como Madame Marie.

Así que Marie había decidido matar a Veronique y Claudine.

Lo llevaba metido en la cabeza muchos, muchos años, pero sólo en la vejez, cuan­do ya nada podía tener importancia, comen­zó a pensar seriamente en ello. Era como si durante tantos años el saco de su paciencia se hubiera ido llenando, y ahora, de pron­to, no pudiera retener más el contenido y reventase.

Matarlas.

La vieja idea parecía nueva, y ponía en la miserable vida de Marie un refinamiento especial, casi una dulzura de vivir. Pensar en matar al par de viejas malas pécoras que llevaban cuarenta años obligándola a decir pas encore era algo que mantenía a Marie en un vigoroso estado mental y físico.

Pero…  ¿cómo matarlas?

Porque claro, podía ir a casa de ellas, o pedirle que la visitaran, y destrozarlas a gol­pes o descuartizarlas a cuchilladas, pero… ¿y después? Lo seguro, claro, era que la Policía descubriera el asunto y que encerra­sen a Marie en un manicomio. No en la cárcel, sino en el manicomio.

Esto lo había pensado muy detenidamen­te Marie. Los demás podrían pensar que ella estaba loca si hacía una cosa semejan­te, y todavía lo creerían más cuando dijera los motivos, pero ella sabía que estaba perfectamente.

Simplemente, odiaba.

Odiaba a las ratas y odiaba a Claudine y Veronique.

Con respecto a las ratas ya iba matando todas las que podía, y algún día incluso ca­zaría a Madame la rata, estaba segura de ello; y por todo esto nadie le pediría cuentas.

Pero sí le pedirían cuentas si mataba a Claudine y Veronique.

¿Qué haría la Justicia cuando ella dijera que las había matado porque las odiaba ha­cía Dios sabía cuánto tiempo?

La encerrarían en un manicomio.

Segu­ro, seguro: en un manicomio.

¿Cómo habían de condenar a muerte a una anciana, aunque existiera esa pena?

No. Tal vez, con suerte, cadena perpetua en prisión. Pero lo seguro, seguro, seguro, era el manicomio.

Y de eso ni hablar.

La idea de ser encerrada con locos o su­puestos locos o medianamente locos ponía de punta los cabellos de Marie.

Prefería morir.

Al manicomio no.

Estaba dispuesta a pagar cualquier pre­cio por las muertes de Veronique y Claudi­ne, menos el de ir a parar al manicomio.

Así que, forzosamente, tuvo que dis­currir el modo de matar a sus vecinas y amigas de toda la vida sin que se supiera que las había matado ella.

Y discurriendo, discurriendo, Madame Marie se fue acercando a una solución. Tar­dó años en encontrarla, pero cuando se le ocurrió tuvo la certeza de que había sido iluminada por un ángel de maldad aliado a sus propósitos. Era una idea tan malvada como certera y eficaz.

Vamos a ver: ¿qué era lo que más odia­ba Madame Marie en la vida? Respuesta: las ratas y Veronique y Claudine. Esto for­maba parte de la constante de la vida de Marie, así que seguramente no fue un án­gel malvado quien la inspiró, sino su pro­pio rencor incubado tantos años.

Pregunta: ¿comían carne humana las ratas?

Porque si comían carne humana…

Se preguntó si Veronique y Claudine eran humanas. Seguramente no, porque eran tan malvadas como ella, sólo que con más refinamiento. Ella era malvada porque durante tantos años la habían estado pin­chando, provocando, motivando hacia la maldad, hacia el rencor. En cambio, Clau­dine y Veronique no habían tenido ningún motivo para ser malvadas con ella, ni de jóvenes ni de ancianas. De jóvenes habían sido bonitas. De ancianas tenían dinero y vivían en una hermosa casa en la que, se­guramente, no entraban las ratas.

Madame Marie sabía que siempre que le preguntaban cuándo se casaba lo hacían pa­ra divertirse, para reírse de ella. Mientras tanto, ambas casadas, paseaban su satisfac­ción sexual por el bello Allée des Sources de Chéssy, relucientes los ojos, el cuerpo pletórico, los senos agresivos, un hombre al lado. ¡Oh, Dios, cuánto las odiaba…! La idea de desagarrarlas a cuchilladas ponía estremecimientos de recóndito placer en el cuerpo de Madame Marie.

Acuchillarlas.

Partirlas a trozos.

Descuartizarlas.

¡Ah, cuántas veces lo había imaginado, sentada ante el hogar de la vieja casa comi­da por las ratas…!

Levantaba el cuchillo por encima de su cabeza, y decía:

–¿Lo veis? ¡Con él os voy a sacar las entrañas!

–No, Marie –gemían las dos–. ¡Por favor, no lo hagas, no lo hagas, te lo suplicamos…!

–¿Ahora suplicáis, después de tantos años de torturarme? ¡Tanto preguntarme cuándo me caso sabiendo que nunca me ha­bría de casar! ¡Siempre os habéis estado burlando de mí, siempre me habéis estado humillando!

–No… No era ésa nuestra intención, Marie… ¡Te lo juro, de verdad, te lo juramos las dos!

–Habéis estado restregándome por las narices a vuestros maridos, me habéis esta­do mostrando vuestras joyas, y hasta sé que os habría gustado que os viera haciendo el amor para que todavía os tuviera más envi­dia y sufriera más… ¡Porque con mi envi­dia, con mi odio hacia vosotras, soy yo quien sufre y no vosotras! Tenéis marido, casa, dinero, amistades, hacéis viajes, os compráis bonitos vestidos…, y todo ello lo disfrutáis aún más que normalmente porque sabéis que a mí me están devorando la ra­bia y la envidia. ¡Pues ahora voy a vengar­me de tantas mortificaciones y sufrimien­tos! ¡Ahora voy a haceros pedazos, voy a sacaros las entrañas!

–¡Marie, no…!

¡Zas!, bajaba el enorme cuchillo de co­cina y se hundía en el opulento pecho de Claudine. Era como partir en dos un gran taco de mantequilla.

¡Qué fácil, qué placentero, qué diverti­do…!

Se bajaba el cuchillo con fuerza, y se abría el pecho de arriba abajo, verticalmente, dividiendo en dos el pezón. Prime­ro brotaba algo así como un grueso escupitajo vio­lento de sangre, y luego, el interior de las dos mitades del pecho quedaba con­vertido en una masa rosada que lentamente se iba impregnando, empapando de rojo. O quizás era que la masa rosada supuraba aquel líquido rojo y fluido.

Mientras tanto, claro está, Claudine chi­llaba como una loca, y entonces Madame Marie agarraba unas tenazas, las metía dentro de la boca de Claudine, agarraba con aquéllas la lengua y daba un tirón…

¡Lengua fuera!

Sosteniéndola con las tenazas, la colo­caba ante los desorbitados ojos de Claudi­ne, que ahora gritaba en silencio. En un grotesco y aterrador silencio hecho del más espantoso dolor al que se sumaba el esfuer­zo de las cuerdas vocales que finalmente funcionaban y producían aquel alarido ron­co y tremolante que hacía vibrar los crista­les de las ventanas.

Entonces, Madame Marie dejaba así a Claudine y se colocaba ante Veronique.

¡Ah, qué bonita era Veronique! Es de­cir, lo había sido. Había sido una preciosa rubia de boca llena y sugestiva, y cuerpo no poco incitante. Lo más bonito de Vero­nique había sido siempre la rubia cabellera y la boca.

Ahora, la cabellera mostraba una opaci­dad canosa, y la boca de la anciana se re­torcía en un grito implorante de perdón y expresivo del más atroz miedo mientras Ma­rie le mostraba la lengua de su hermana Claudine y ésta mugía su bárbaro dolor y su aberrante miedo en aquel alarido que nunca terminaba, mostrando la sima roja de su boca deslenguada.

–Ahora tú, Veronique…

–No, por Dios. No, por Dios. No, por Dios…

–¿Ves? ¡Esto es la lengua de tu herma­na! ¡Mírala bien, porque ya no volveréis a verla ni ella ni tú! ¿Sabes qué voy a hacer con la lengua de tu hermana? ¡Contesta! ¿Lo sabes?

–No –sollozó Veronique–. ¡No, no, no lo sé, no!

–¡Se la voy a dar de comer a las ra­tas…! ¿Tú sabes si las ratas comen carne humana? ¿Lo sabes? ¡Contesta!

–¡No lo sé! –chillaba Veronique, loca de miedo–. ¡No lo sé, no lo sé, NO LO  SÉ!

–Pues yo tengo que saberlo, querida, porque se me ha ocurrido una cosita con respecto a vosotras… Pero mira la lengua de tu hermana. Mira esta lengua maldita que durante tantos años me ha estado pre­guntando ”Marie, ¿cuándo te casas?” ¡Y mírala ahora, sangrando en mi mano! ¡Y mira lo que te hago a ti por el mismo mo­tivo, por culpa de tu parlanchina boca, de tus malditos y hermosos labios!

¡Zas, zas!, cortaba el cuchillo, después que las tenazas habían dejado caer la len­gua de Claudine y había asido primero un labio y luego el otro de Veronique.

¡Oh, cielos, de la boca de Veronique sí que brotaba sangre y sangre! Y luego, ¡zas, zas!, el cuchillo rasgaba el cuero cabelludo, y de un tirón Marie terminaba de arrancar­le la hermosa cabellera a Veronique, dejan­do al descubierto el hueso craneal, que in­mediatamente se cubría como de una supu­ración de sangre rosada de lindo color.

Co­mo si los huesos tuvieran sangre.

¿Tenían o contenían sangre los huesos? ¡Qué cho­cante era observar el cráneo de Veronique!

Y las dos hermanas, vivas pero murien­do de dolor y de miedo, gritaban, gritaban, gritaban…, gritaban tanto y tanto que Marie, la fea, pensó que podía acostumbrarse a aque­llos alaridos, y que quizá consiguiera obte­ner orgasmos con ellos, ya que no los había obtenido jamás de otro modo.

¿Podía obtener orgasmos viendo sufrir a las dos personas más odiadas del mundo? ¿Por qué no probarlo? Porque de otro modo, nada. Aquella vez, el hombre o los hombres del circo fueron tan brutales que para ella lo ocurrido no tuvo nada de sexual, fue sim­plemente una agresión física que le causó destrozos internos y nada más…

¡Estaba experimentando gran placer observando la sangre, los rostros dilatados, las fauces sangrantes desmesuradamente abier­tas por el miedo y los mugidos de aquel par de vacas…!

Sentada ante el fuego, Madame Marie se estremeció una vez más. Sí, quería ma­tarlas, quería descuartizarlas, sabía que lo había estado deseando siempre, siempre, siempre…

Pero no quería ir a parar al manicomio.

Así que tenía que hacerlo de modo que na­die, absolutamente nadie, descubriese jamás lo que ella había hecho.

Muy bien, el cementerio estaba cerca de la casa de Madame Marie. Podía hacer ve­nir a casa a Claudine y Veronique, matarlas, y enterrarlas en cualquier parte. Pero las encontrarían tarde o temprano, desde luego. Y no quería correr el riesgo de que fuese temprano. También podía enterrarlas en el patio de atrás de su casa, pero para hacer eso tendría que cavar un hoyo bien hondo, cosa que, suponiendo que fuese capaz de terminarlo requeriría días y el uso y consumo de tantas energías de su ya mal­trecho cuerpo que tal vez le ocasionaría un colapso fatídico.

¡Y eso sí que no estaba dispuesta a asu­mirlo! No porque le importase ni poco ni mucho su propia vida, sino porque morir cavando la fosa de Claudine y Veronique dejándolas a ellas vivas atrás…

¡Ni hablar!

Sin embargo, bien tenía que deshacerse de los cadáveres, pues de otro modo apes­tarían horrores. Oh, vamos, ni pensar en meter los dos cadáveres en un armario, o en cualquier sitio. Tenían que desaparecer sin remedio. Podía quemarlos en el hogar, pero era segurísimo que el hedor a carne humana quemada se percibiría en todo el pueblo. Así que tampoco podía quemarlas.

Finalmente, por eliminación, dejó a Ve­ronique y Claudine en los huesos.

Y nunca mejor dicho.

Mentalmente, des­pojó de carne los cadáveres de ambas, los dejó en los huesos. En los huesos mondos y lirondos. Los huesos sí que podría que­marlos sin olor, y quedarían convertidos en cenizas con las cenizas de la leña. Así pues, tenía que dejar a Claudine y Veronique en los huesos.

Entonces…, ¿comían carne humana las ratas?

Había una manera de saberlo.

     ***    ***     ***

Tuvo que esperar tres semanas, pero fi­nalmente alguien murió en el pueblo, una mujer de mediana edad, víctima de un cán­cer. Marie asistió al entierro en el viejo y pequeño cementerio, y precisamente allá se encontró, cómo no, con Claudine y Veronique entre el resto de los acompañantes.

–Hacía días que quería visitaros –les dijo cuando ya el entierro hubo terminado y todos abandonaban el cementerio–, pe­ro me siento cada vez más fatigada… ¡Nos vamos haciendo viejas, queridas!

–Sí –dijo Claudine, moviendo la cabeza hacia el interior del cementerio–, pero nosotras seguimos aquí, y otras más jóve­nes ya ves…

–La gente está medio podrida hoy día –rió Veronique–. No es fácil encontrar personas sanas como nosotras.

–No lo dirás por mí –farfulló Madame Marie.

–¡Claro que sí! Bueno, querida, no es que te veas muy bien, pero vaya, tú eres de la vieja estirpe… ¿Cuántos años has cum­plido ya? ¿Ochenta?

–Sólo setenta y dos –murmuró Marie.

–¿Setenta y dos? ¡Bueno, en cualquier caso eres bastante mayor que nosotras!

–Tengo unos cuantos meses menos que tú, Claudine, y ni siquiera dos años más que tu hermana.

–Sin duda te confundes.

–Es posible –sonrió Marie–. Bueno, os agradecería que me visitarais un día de éstos, pero… discretamente, sin que nadie se entere.

Inmediatamente, Claudine y Veronique se sintieron atraídas por el misterio, tal co­mo Marie había calculado.

–¿Sin que nadie se entere? –exclamó Veronique–. ¿Y eso por qué?

–Tengo intenciones de vender la casa y marcharme a pasar los últimos años de mi vida en Lyon, y he pensado que tal vez a vosotras os interesaría comprarla.

–Debes de estar bromeando –se pasmó Veronique.

–Pero… ¿tú sabes lo que dices? –excla­mó Claudine–. Tu casa es vieja; con lo que te den por ella no tendrás ni para com­prar un pequeño apartamento en Lyon. Y con las rentas no esperes tener lo suficiente para alquilarlo. ¡Marie, estás soñando!

–Me había hecho la ilusión de vivir en Lyon…

–Te estás engañando a ti misma –ase­guró Veronique–. Tu casa es vieja, se está cayendo. ¡Te darían cuatro cuartos por ella, no tendrías ni para vivir un año! ¡Y en Lyon, nada menos! ¿Por qué no se te ha ocurrido París? ¡Sería lo mismo!

–No me resigno a morir en este rincón.

–Deberías tomártelo por el lado bueno –recomendó Claudine–. Es un sitio bas­tante tranquilo, y aunque vives… no muy bien, tampoco careces de lo indispensable. ¡En Lyon no tardarías en ser una men­dicante!

–Bueno –titubeó Marie–, ¿realmente? En fin, quizá tengáis razón, pero precisa­mente por eso me gustaría hablar más extensamente de mis proyectos con voso­tras. Mi idea es vender la casa, desde lue­go, y marcharme a Lyon, pero quizá podáis ayudarme de algún modo… que a la larga os beneficiara.

Claudine y Veronique se miraron rápida­mente. Y no menos rápidamente, la segun­da dijo:

–¿Cuándo quieres que vayamos a tu casa?

–Pues no sé… Ya os avisaré. Cuando tenga mis ideas en orden os lo diré. Os ha­ré una seña así cuando nos veamos en el pueblo, y ya sabréis que os estaré esperan­do aquella noche. Mientras tanto, por fa­vor, no le digáis a nadie mis intenciones hasta que hayamos llegado a un acuerdo nosotras. ¿Cuento con ello?

Sabía que podía contar con ello, porque la codicia es uno de los mejores resortes para la discreción. Claudine y Veronique sin duda comenzarían a hacer cábalas entre ellas respecto a qué les iba a ofrecer la tonta y fea Marie, y cómo podrían arreglár­selas para aprovecharse de ella.

Aquella misma noche, después de tres se­manas de que se concretase la idea definiti­va, Madame Marie pudo saber si las ratas comían carne humana. Siempre había oído decir que sí, claro está, pero no era cosa de arriesgarse a que fuese falso. Comían de todo, y habría sido un desastre para ella que no comiesen carne humana, y que se enterase después de matar a Claudine y Veronique.

Así que aquella noche se fue al cemente­rio cuando sabía que todos los habitantes del pueblo estaban durmiendo. Esto apar­te, no era una noche agradable para salir de paseo, y, en cualquier caso, no cierta­mente por el cementerio.

Marie sabía cuáles serían las dificultades para conseguir carne humana, de modo que llegó al cementerio bien preparada. Lo más difícil de todo sería cortar un miembro del cadáver de la mujer. Naturalmente, ella nunca había hecho nada semejante, y tenía que asegurarse de que sabría y podría ha­cerlo, aunque esto de cortar no sería nece­sario en el caso de Claudine y Veronique; todo lo que tendría que hacer sería matar­las, y las ratas se encargarían del resto.

Se había fijado muy bien dónde había dejado Jean Brialy la llave del panteón fa­miliar, en un hueco de la pared, disimula­do con vistas a intrusos forasteros que bus­casen tal vez saqueos productivos, pero co­nocido por el encargado del cementerio y por la familia, por si se olvidaban la llave que tenían en casa o la perdían en alguna ocasión. Utilizó Marie esta llave, abrió la puerta de rejas de hierro, y entró en el pe­queño panteón de los Brialy. Para iluminarse llevaba una pequeña linterna que había comprado días atrás en el pueblo, y, para asegurarse de que el resplandor de la luz no se vería fuera del panteón, se había pro­visto de una manta que sujetó con peque­ños trozos de alambre en las rejas.

Tranquila ya respecto a que no podía ser vista la luz desde fuera del panteón, encen­dió su linterna y se acercó al ataúd donde descansaba para siempre Emile Brialy. Abrir el ataúd no fue fácil, pero tampoco especialmente difícil, pues los cierres eran de gran sencillez.

Et voilà!, Marie alzó la tapa del ataúd y dirigió la luz de la linterna hacia el cadá­ver…, mientras retrocedía al recibir el nauseabundo impacto odorífero que expelía. Tan intenso era el olor, tan espantosamente desagradable, que por unos segundos Marie creyó que iba a caer desma­yada víctima del asco y del miedo. Luego, aterrada, se quedó contemplando a su veci­na, que había conocido en vida.

A Emile no la odiaba.

¿Iba realmente a mutilarla después de muerta? ¿Realmente iba a amputarle un brazo para que se lo comiesen las ratas?

“No podré -se dijo-… ¡No podré!”

A Emile le habían puesto un bonito ves­tido oscuro que sin duda había estrenado en la ceremonia de la boda de su hijo en la iglesia hacía menos de un año. La vida era menos que nada, era un asco. ¡Pobre Emi­le, tan feliz que parecía entonces! Y casi de repente comienza a aparecer el cáncer que se la había comido viva…

¡Oh, Dios mío, qué ocurrencias, comido viva!

¿Y si las ratas se comieran vivas a Veronique y Claudine?

¡Eso sí que sería divertidísimo!

Y espantoso para las victimas, claro. Só­lo de pensar que pudiera ocurrir una cosa así puso a Marie los pelos realmente de punta. No concebía nada más espantoso en la vida que ser devorada viva por un mon­tón de ratas.

Pero ése no sería el caso de Veronique y Claudine, ciertamente, porque ella se iba a dar el gusto de matarlas. ¡Vaya si tendría valor para matarlas! Valor y, además, pla­cer. En cambio, no se decidía a cortarle el brazo a Emile. Además, tendría que cortar aquel bonito vestido, porque no se iba a poner a desnudarla. Ésta fue otra idea que la estremeció, aunque menos que la de ser comida viva por las ratas. ¿Tal vez ella tendría alguna idea que pudiera solucionar esto con respecto a las dos hermanas viu­das? Bueno, si lo conseguía desde luego que las echaría vivas a las ratas.

Cuando se dio cuenta estaba ya cortan­do el brazo de Emile, buscando con el agu­do filo del gran cuchillo de cocina la arti­culación del hombro. Era igual que cuando comía un cuarto de pollo: se buscaba la ar­ticulación del hombro, ¡oh, perdón, quería decir de la pata!, y se cortaba por allí. Ha­bía que apretar con decisión, sin brusque­dad. Casi siempre había cartílago y un po­co de grasa… Y lo mismo estaba sucedien­do con Emile Brialy. El cuchillo penetraba en la carne, que parecía…  Sí, parecía como de trapo prensado. No salía sangre, pero sí aparecía un extraño líquido, un humor amarillento sucio, que brotaba muy len­tamente.

Cuando terminó de cortar el brazo de Emile Brialy sentía un extraño entumecimiento, y le dolían las manos. Seguramen­te, había realizado un esfuerzo mayor del que le había parecido. Pero, como fuese, allá tenía el brazo cortado. Emile se veía ahora espantosa, con un brazo menos, los ojos cerrados, la boca sumida, el rostro co­mo de viejo papel amarillo sucio.

Metió el brazo en la bolsa de plástico que había llevado en previsión a esta circunstancia. Lo difícil estaba hecho. Se las arregló para colocar los cierres del ataúd en su sitio, en la confianza, casi la seguri­dad, de que nadie tendría la macabra ocurrencia de ir a alzar la tapa después de haberse despedido de Emile.

Eran casi las dos de la madrugada, fres­ca y desapacible, cuando Marie regresó a su hogar.

No vio entonces rata alguna, pero no iba eso a preocuparla, ni mucho menos. Con seguridad que Madame estaba escondida en cualquier sitio observándola…, y muy dis­gustada porque en la cocina no había en­contrado con qué invitar a sus amigas.

–Paciencia, querida, paciencia –chirrió la risa de Marie–. ¡Te traigo algo que te gustará mucho…, espero! Y podrás traer unas cuantas invitadas al banquete. Y dentro de poco seguro que aún podrás traer más invitadas, ¡muchas más! Os daréis un banquete colosal, tú y tus invitadas.

Dejó el brazo de la difunta Emile Brialy en el suelo, cerca de la chimenea, y se fue a dormir.

Por la mañana, encontró los huesos del brazo, mondos y lirondos, en un rincón de la pieza, y, esparcidos por ésta, algunos extraños mechones de pelo gris maloliente que tardó bastante en identificar, y enton­ces se echó a reír. ¡Vaya si les gustaba la carne humana a las ratas, vaya…! Porque, naturalmente, los mechones de pelo perte­necían a las ratas, que se los habían arran­cado unas a otras a mordiscos en su pelea por conseguir en exclusiva la sabrosa pitanza humana.

Aquella misma noche, Madame Marie decidió cómo iba a matar a Claudine y Ve­ronique: las envenenaría con el matarratas, del qué tenía cantidad más que suficiente para matar dos asquerosas ratas como ellas. Así no mancharía de sangre ningún mueble, ni siquiera el suelo de su casa. Las envene­naría como lo que eran: miserables, asque­rosas, malvadas ratas que merecían lo que les iba a ocurrir y mucho más.

¿Y qué haría después que ellas no estu­vieran ya en el mundo de los vivos? Pues, cuando se dieran por desaparecidas, ella iría a la casa de las dos viudas, diciendo que su intención era cuidarla, limpiarla un poco hasta que ellas regresaran, y, poquito a po­quito, se iría instalando en la casa, disfru­tando de sus comodidades, del dinero que encontraría en ella, de las joyas… ¡De to­do! Y con un poco de suerte, cuando al­guien comenzase a sospechar ella ya sería viejecita, viejecita, viejecita, y no como ahora, que sólo tenía setenta y dos años. Y entonces, si llegaban a descubrirla (ya que una cosa era sospechar y otra cosa era po­der demostrar lo que ella había hecho), an­tes de permitir que la llevaran al manico­mio se suicidaría de alguna manera indolo­ra. Podía ir acumulando durante años píl­doras para dormir, y en el momento que hiciese falta sólo tendría que ingerirlas to­das y dormirse en paz y dulcemente para siempre.

Pero antes, mataría a las dos malditas odiadas.

Último requisito de comprobación: ¿de­voraba un buen fuego los huesos mondos y lirondos del brazo de Emile Brialy, sin oler a carne o a hueso humano quemado?

A la una de la madrugada, cuando Chéssy parecía todo él un silencioso cementerio, Marie colocó en el fuego, que había alimentado a conciencia, los huesos del bra­zo de Emile Brialy, y estuvo contemplando cómo, lentamente, la voracidad roja y her­mosa del fuego los iba devorando.

Salió de la casa y estuvo paseando por las cercanías, bien arrebujada en su viejo abrigo. Un par de veces olió algo un poco inquietante, pero se disipaba enseguida. No era nada preocupante. Lo que sí tendría que hacer era dejar los huesos de Claudine y Veronique escondidos hasta la noche, para quemarlos entonces, no duran­te el día. Si hacía esto, todo sal­dría a la perfección. Sería la perfección más absoluta de un doble asesinato perpe­trado a impulsos del odio más justificado.

A las tres de la madrugada, Marie se acostó, aterida de frío, pero resueltos ya todos los problemas y detalles. Ahora, to­do lo que faltaba era que Veronique y Claudine acudieran a su casa por la noche, sin que nadie las viera, tal como ella les había pedido.

     ***    ***     ***

Así lo hicieron, tres días más tarde.

Lle­garon casi a las diez de la noche, protegi­das con sus hermosos abrigos, con cara de cómplices misteriosas, y entraron en la vie­ja casa de Marie por la parte de atrás, sin reparo alguno. ¡Ah, la codicia…!

–¿De verdad no os ha visto nadie? –in­sistió Marie.

–Seguro, mujer –rió nerviosamente Claudine.

–¿Ni le habéis dicho a nadie lo de que quiero vender la casa y que ibais a venir esta noche para hablar de ello?

–Vamos, no seas pesada, Marie –se molestó Veronique–. Ya te hemos dicho que nadie sabe nada de nada.

–Está bien. Bueno, vamos a sentarnos delante del fuego. Tomaremos café mien­tras conversamos.

–Si no te molesta, yo preferiría té –dijo Claudine–. El café me pone demasiado nerviosa.

Marie supo contener su sonrisa de triun­fo. ¡Como sí ella no tuviera previsto que ellas pudieran preferir té! De modo que se insta­laron en la pieza que era a la vez comedor y cocina, y sirvió café a Veronique y té a Claudine…, por supuesto, ambas bebidas con una tremenda dosis de matarratas.

–¿Continúas decidida a vender la casa y marcharte a Lyon? –preguntó Veronique.

–De otro modo no os habría hecho la seña para que vinierais a hablar de ello –dijo Marie.

–Claro. Bueno, nos gustaría saber có­mo podríamos nosotras ayudarte, qué esperas que hagamos… ¡Qué gusto más raro tie­ne este café! Quizá le falta azúcar.

–Lo mismo pasa con mi té –dijo Clau­dine–. Sí, será mejor que pongamos un po­co más de azúcar.

–Serviros a vuestro gusto –dijo Clau­dine, con los ojos relucientes.

Las vio servirse más azúcar y remover sus bebidas respectivas, calientes y recon­fortantes… si no hubieran estado saturadas de raticida. En realidad, Marie comenzó a disfrutar ya desde este momento. Se sor­prendió a sí misma pensando que debía de ser muy mala para estar disfrutando viendo có­mo sus víctimas lo estaban haciendo todo ellas solitas; ellas solas se estaban matando; habían acudido como buitres a devorar los despojos de una pobre anciana a la que ja­más habían estimado, y ahora ellas mismas se estaban matando, ante sus complacidos ojos.

–Sigue teniendo un gusto raro, pero en fin…

–Deberías venir en otro momento a ca­sa, Marie –dijo la otra–. No es por despreciar tu invitación, pero ya verás qué café…

–El fuego sí es hermoso –dijo la otra–. Creo que no había necesidad de tan­to, Marie. Sólo vamos a estar unos minu­tos, y has puesto demasiada leña. ¡Empie­zo a tener calor, qué barbaridad!

Marie las iba mirando a una y a otra.

<<¡Je, je, je! Sí, sí, vosotras tenéis todo mejor que yo, pero pronto no tendréis na­da, salvo la muerte en las entrañas, y al amanecer no quedará de vosotras más que unos cuantos huesos pelados como si jamás hubieran tenido carne adherida a ellos.>>

–¿Qué te pasa, Claudine? –preguntó Veronique.

–Nada… No sé… Me ha dado un pin­chazo el estómago, de repente… ¡Ay!

–¿Otro pinchazo? –preguntó sonriente Marie.

–Sí… ¡Dios, qué horrible!

–¡Ay! –exclamó Veronique–. ¡A mí también me ha pinchado el estómago!

–Ya es casualidad –dijo Marie–. ¿Qué habéis cenado? Quizás era demasiado fuer­te para vuestra edad, queridas.

–No, no –rechazó Veronique–. He­mos cenado… ¡Ay…! ¡Ay, Dios mío, qué dolor de nuevo! ¡Aaay…!

Claudine dejó caer la taza de té y se llevó las manos al vientre. Marie no pudo contenerse: se echó a reír. Con lo cual, lógicamente, se ganó una sorprendida mirada de sus invitadas. Una sorpresa que afloró por entre los visajes de dolor, los cuales regresaron pronto. El matarratas no era ninguna broma, ciertamente. Y Marie se­guía riendo, no podía contenerse de ningu­na manera.

Estaba pasando el mejor rato de su vida…

¡Cualquier cosa valdría la pe­na sólo por disfrutar de aquel momento!

–¿Estás loca? –jadeó Claudine–. ¡Nos duele mucho el vientre y tú te estás riendo…!

–Claudine, ¿cuándo te mueres? –rió entre llamaradas de satánico placer en los ojos Madame Marie.

–¡Te has vuelto loca! –aseguró Ve­ronique.

–No, no, no –movió la cabeza Ma­rie–. Tenéis que contestar: pas encore. Aunque eso no sería cierto, pues lo cierto es que sí os estáis muriendo las dos.

Veronique y Claudine miraban con ojos desorbitados a Marie. Sus rostros estaban lívidos, desencajados. En sus entrañas, el raticida estaba causando estragos. Ninguna de las tres sabía que la cantidad ingerida era insuficiente para matar a un ser huma­no, pero lo seguro era que los dolores in­testinales comenzaban a ser espantosos, y que, por descontado, ambas hermanas pre­cisaban ya sin más dilación los adecuados cuidados médicos.

–Por el… amor de… Dios –jadeó Claudine, incorporándose trabajosamen­te–, ¿qué… qué has hecho…?

–Os estoy matando. Veronique, ¿cuán­do te mueres? Recuerda que tienes que con­testar: pas encore, ma chérie…

Veronique también se puso en pie, pero acto seguido cayó de rodillas, y Marie arre­ció en sus carcajadas seniles y sádicas. Oh, Dios de los cielos eternos, ¡cuantísimo esta­ba gozando!

Claudine se puso también en pie, y, su­jetándose el vientre con ambas manos, co­menzó a caminar hacia la puerta, dando tropezones y gimiendo cada vez con más fuerza. Estaba sobrepasando la histeria y entrando en el ámbito del terror…, y sus gritos eran ya demasiado fuertes. En cuan­to a Veronique, de nuevo estaba en pie, y, con más decisión y fuerza que su hermana, se iba acercando a la puerta.

Marie lo comprendió de pronto: sí, las había envenenado, las dos puercas iban a morir, pero no allí, en su casa, y con la rapidez conveniente, sino que iban a tener tiempo de salir de la casa gritando y aullan­do como enloquecidas. Es decir, que todo el pueblo se iba a enterar de lo que estaba sucediendo…

El manicomio para Madame Marie.

–¡No! –gritó Marie, poniéndose a su vez en pie de un salto sorprendentemente ágil.

Saltó hacia donde solía tener los cuchi­llos, agarró el que ya utilizara para ampu­tar un brazo a Emile Brialy, y, alzándolo, cargó contra Veronique, que se hallaba ya muy cerca de la puerta, encorvada y gimien­te. El respingo de horror de Claudine hizo volver la cabeza a Veronique. Pareció que sus ojos fuesen a saltar de las órbitas al ver a Marie abalanzándose contra ella cuchillo en ristre; sus pupilas se dilataron hasta el punto de que Marie lo captó perfectamente y hasta pensó que eran como objetivos de cámara fotográfica.

La primera cuchillada degolló brutal­mente a Veronique.

Fue un tajo poderoso, certero, impulsado más que por simple fuerza física por sentimientos, emociones y recuerdos hechos del más añejo odio ateso­rado, acumulado en años y años.

Veronique murió en el acto. Pareció que sus ojos fuesen a salirse de las órbitas y cayó hacia atrás, con la cabeza como tron­chada hacia la derecha y expeliendo un torrencial chorro de sangre oscura que alcanzó con sus salpicaduras a Marie. Ésta se volvió rápidamente hacia Claudine, que, de pie, la contemplaba incapaz ahora de reaccionar en modo alguno, de emitir tan siquiera un sonido, tal vez alucinada, incré­dula ante lo que sus propios ojos habían visto y estado viendo.

En uno de esos ojos le alcanzó la cuchi­llada de Marie.

El ojo reventó, pareció explotar al ser hendida la pupila, y brotó como un feroz escupitajo amarillento hacia el rostro de Marie, que retiró vivamente el cuchillo y siguió a Claudine en su tambaleo hacia atrás. Claudine estaba soltando aho­ra un ronco mugido parecido al de los sue­ños de recreo vengativo de Marie, y su as­pecto era horrible. Era un aspecto feo, feo, feo…

Marie asestó otra cuchillada, ahora al pecho, pero no vio rasgarse, partirse el se­no y abrirse el pezón verticalmente. Sí sin­tió, en cambio, el temblor en la muñeca cuando la hoja de acero atravesó sin ente­rarse la ropa y se hundió confortablemente en la carne.

Y de nuevo retiró el cuchillo y otra vez lo clavó.

Y lo clavó de nuevo, y lo hizo otra vez, y otra, y otra…, hasta que se dio cuenta de que Claudine estaba muer­ta y remuerta, pero apoyada en la pared contra la cual ella la había arrinconado y clavado a puñaladas. En cuanto dejó de ha­cerlo, en cuanto dejó de clavarle el cuchi­llo, aquel monstruo ensangrentado y tuerto se vino hacia ella, como un saco. Marie se apartó, y aquel montón de carne latente cayó al suelo con blando sonido, esparcien­do enormes gotas calientes de sangre a todos lados.

–Bueno, ya está –dijo Marie.

Después, se quedó inmóvil, con el cuchi­llo en la mano. Se oía el goteo de la sangre desde la punta del cuchillo al suelo: chip, chip, chip, chip…

El fuego crujía en la chimenea, emitía su invariable chisporroteo alegre.

Sí, había mucho fuego; había, por lo menos, el sufi­ciente fuego para quemar los huesos de Claudine y Veronique. Aunque era una ton­tería haberlo avivado tanto ahora, pues no haría falta hasta que las ratas se hubieran comido las carnes de las dos viudas.

¡Oh, las ratas…!

Marie reaccionó entonces.

En su abotar­gada estupefacción que había seguido a la realización de sus oníricas venganzas, se ha­bía olvidado de todo, había quedado ausen­te. Y vio ahora a Madame. ¡Vaya si era ella, la vieja, coja, asquerosa, gigantesca Madame! Estaba en un rincón de la pieza, observándola.

–No te preocupes –le sonrió Marie–, esta noche no voy a molestarte en absolu­to. Anda, ve en busca de tus invitadas al gran banquete. ¡Vamos, no irás a fallarme precisamente hoy, ¿¡erdad?!

Marie se fue a su dormitorio, donde se desnudó, contemplando entre asombrada e incrédula sus ensangrentadas ropas.

¡Pues sí que había hecho una buena masacre…!

¡Cielos, qué gozada!

Se puso el camisón, y se disponía a meterse en la cama, pues es­taba muy, muy cansada, cuando recordó de nuevo a Madame. ¡Mira que si precisamen­te esta noche no acudiera con sus invitadas de turno…!

Pese al cansancio, regresó a la pieza don­de había sucedido todo. Caminó sigilosamente, y se asomó con idéntico sigilo. Bue­no, Madame no le había fallado, desde lue­go que no.

Había allá no seis ratas, sino quizá seis­cientas, creando un espantoso rumor mien­tras se movían por encima de los dos cadá­veres que estaban devorando ferozmente.

Durante un par de minutos quizá, fasci­nada y maravillada, Marie estuvo viendo el festín que estaban disfrutando Madame y sus invitadas. Por fin, pensando en lo bien que había salido todo, regresó a su dormi­torio, se tendió en la cama, y suspiró.

¡Dios mío, qué cansada estaba…!

***     ***     ***

Despertó de pronto, con unas sensacio­nes extrañas, como si toda su carne estuvie­se insólitamente viva. Se movió hacia la me­silla de noche, y encendió la luz.

¡Cielos, cuantísimas ratas…!

Ya lo creo que había más de seiscientas, había una barbaridad de enormes ratas. Y todas esta­ban en la cama, sobre ella, relucientes sus espantosos ojos, muchas todavía con el morro lleno de sangre. Ciertamente, Madame no tenía sólo cinco o seis amigas, sino muchas, muchísimas.

Y las había invitado al banquete.

Pero claro está, eran tantas que no habían tenido suficiente con Claudine y Veronique, se ha­bían quedado con hambre.

Y mientras se­guía sintiendo aquella sensación de picoteo en sus carnes, Marie pensó que estaba muy cansada, que no tendría ni fuerzas para gri­tar mientras las ratas la emprendían con su tercera ración de pitanza de aquella noche memorable…

 

 

EL PINGÜINO AVENTURERO

Como todos los pingüinos, aquel  pingüinito nació del interior de un huevo que tiempo antes había puesto e incubado su mamá. Y era un pingüino tan raro que en cuanto su mamá lo vio sa­lir del huevo exclamó:

–¡Pero qué es esto! ¡Este hijo mío está  al revés!

Y tenía razón Mamapingüino, así que Papapingüino, que estaba allí viendo cómo nacía su hijo, dijo:

–Tienes razón. ¡Qué cosa tan extraordinaria!

Acudieron otras mamás pingüino a ver al  recién nacido, y también acudieron otros papás pingüino, y otros pequeños pingüinos que habían nacido antes que aquel tan raro.

En fin, que acudió toda la colonia de pingüinos  –¡más de diez mil!– que vivían en los acan­tilados de la costa de aquella isla del Mar del Norte, que era un mar cercano al Polo Norte y donde hacía mucho frío.

Y era verdad que aquel pingüinito estaba al revés.

Resultaba que en 1ugar de tener la barriga blanca y las alas y la espalda de color negro, tenía la espalda y las alas blancas y la barri­ga negra.

–¡Caray! –dijo una mamá–. ¡Nunca había visto nada semejante!

–Ni yo tampoco –dijo otra mamá–. ¡Vaya un pingüinito extraño!

–¡A lo mejor cuando sea mayor trabajará en un circo! –comentó uno de los papás pingüino.

–¡Esto sí que sería una buena atracción de circo! –dijo otro–. ¡Un pingüino al revés!

–¿Y qué nombre le vais a poner? –les preguntaron a Mamapingüino y a Papapingüino–. ¡Tiene que ser un nombre muy especial!

–No sé –dijo Mamapingüino–. Ya pensaremos un nombre que le siente bien.

Todos los que estaban allí empezaron a decir nombres para que se lo pusieran al pingüinito, pero a Mamapingüino y a Papapingüino no les gustaba ninguno.

Unos decían que podía llamarse Alrevestelodigo, otros que podía llamarse Pingüino Blanco, otros que podía llamarse Color de Nieve, y así, uno tras otro fueron diciendo nombres rarí­simos, ninguno de los cuales fue del agrado de Mamapingüino y Papapingüino.

Y así estaban discutiendo todos sobre el nombre que debían ponerle al extraño recién nacido cuando llegó la noche, que por esos mares del norte de nuestro hermoso planeta son muy, muy, muy cortas en verano y larguísimas en invierno.

Entonces, todos se pusieron a dormir.

Tenían que dormir mucho y estar fuertes, porque al día siguiente, si querían comer, tendrían que trabajar mucho buscando plancton, o sea, hierbas que hay en el mar, y buscando también crustáceos, o sea, pequeños animalitos de mar que tienen costra o cáscara, como los cangrejos, las cigalas y los percebes, y además tendrían que atrapar pequeños peces bajo las frías aguas, cosa que no les resultaba nada fácil.

De modo que todos se pusieron a dormir.

Y cuando todos los pingüinos de la colonia estaban durmiendo, Mamapingüino, que era la única que no dormía pensando y repensando y superpensando en qué nombre podían ponerle a su hijito, exclamó de pronto con voz muy fuerte:

–¡Ya sé! ¡Se llamará Güino Pin!

Pero nadie la oyó, porque todos dormían profundamente. Sólo la Luna, que parecía una sandía gigantesca, miraba sonriente a Mamapingüino desde el cielo lleno de estrellas que la ro­deaban.

Entonces, de pronto, se despertó Papapingüino y exclamó:

–¡Ya sé! ¡El nombre que le pondremos es Güino Pin!

–¡Pero si es el nombre que yo acabo de decir! –aseguró Mamapingüino.

–Ah, pues no te he oído. Yo estaba durmiendo y de pronto he soñado con ese nombre y me he despertado para decírtelo.

–¡Pues yo lo he pensado estando despierta, para que te enteres, y eso tiene mucho mérito!

–¿Y acaso no tiene mérito soñar un nombre tan bonito como Güino Pin? –se enfadó Papapingüino,

Se pusieron a discutir sobre cuál de los dos lo había pensado o soñado primero, y tanto discutieron que despertaron a 1os demás pingüinos de la tribu, digo de la colonia, y todos se enfadaron mucho con Mamapingüino y Papapingüino porque no les dejaban dormir con los gritos de su discusión.

Así que empezaron a tirarles puñados de nieve y cáscaras de huevos de pingüinito ya nacido, e incluso pequeñas cacas de los pingüinitos más pequeños.

–¡Bueno, bueno! –se llevó Papapingüino las aletas a la cabeza–. ¡Ya nos callamos! ¡Seguiremos la discusión mañana!

Y así lo hicieron.

Mamapingüino y Papapingüino se callaron y todos volvieron a dormirse.

Mamapingüino y Papapingüino, que eran los únicos que seguían despiertos se miraron a la luz de la Luna, y luego miraron a su pequeño pingüinito tan extraordinario, que dormía acurrucado contra la barriga de Mamapingüino.

–Vaya –dijo Papapingüino–, la verdad es que el nombre tú 1o has pensado despierta y yo lo he soñado al mismo tiempo. Por lo tanto,  los dos tenemos el mismo mérito.

–Es verdad –aceptó enseguida Mamapingüino–. Además, Güino Pin es hijo de los dos, de modo que también en eso tenemos el mismo mérito.

–Vale –dijo Papapingüino–. Así se lo diremos a todos por la mañana.

En efecto, cuando llegó la mañana Mamapingüino y Papapingüino les dijeron a todos que a los dos al mismo tiempo se les había ocurrido po­nerle a su hijito el nombre de Güino Pin. Este nombre les gustó mucho a todos porque, verdade­ramente, decir Güino Pin era lo mismo que decir pingüino, sólo que al revés, lo que les pare­ció la mar de divertido.

Así quedó la cosa, y Güino Pin fue creciendo, jugando con los demás pingüinitos de la colo­nia,  pero muy pronto empezó a darse cuenta de que le trataban de modo diferente, como si él no fuese un pingüino y fuese cualquier cosa ra­ra, como por ejemplo una foca, o una morsa y hasta como ti fuese una anguila de mar, ¡cualquiera sabía!

Pensando esto,  Güino Pin se dijo que no le gustaba estar donde no le querían, y empezó a hacer ejercicios con las alas, hasta que un día se dio cuenta de que mientras sus amiguitos apenas utilizaban las alas salvo para mantener el equilibrio él podía volar y así llegar muchísimo más lejos que los otros pingüinos.

Había algunos pingüinos que nadaban mejor que él, utilizando las alas como aletas anfibias y la cola como timón, pero ninguno volaba, y aunque lo intentaron no conseguían hacerlo tan bien como él ni mucho menos llegar tan alto y tan lejos.

Un día, cansado ya de que no lo tratasen como a todos sus compañeros, Güino Pin empezó a volar muy alto y se fue alejando, alejando, alejando muchísimo de la isla donde vivía la colonia. Y por fin, empezó a ver mares y tierras diferentes, y estaba pasmado y maravillado, porque hasta entonces había creído que el mundo era sólo su isla cubierta por hielo y por nevadas muy espesas y rodeada por aquel mar gris y siempre tan frío.

Pero no, nada de eso.

El mundo era grande, enorme, grandíiiiisimo, bien lo estaba viendo con sus propios ojos.

Había mares da aguas verdes, mares de aguas azules, mares de aguas cristalinas, mares profundos y playas poco profundas exquisitas donde había tortugas, corales y peces con alas.

Y había tierras donde había gigantescos árboles, y otras tierras donde había muchas flores, y otras donde había palmeras, y había lugares donde sólo había arena, y arena, y arena…

Por fin, cansado de volar, Güino Pin decidió tomarse un descanso, y aterrizó justamente so­bre las arenas de un desierto.

Nada más poner sus patitas en la arena, gritó:

–¡Carambolas de colores! ¡Esto no es hielo ni nieve!

Todavía no sabía bien lo que era, pero la arena tan caliente por el sol le quemaba las patitas, así que de nuevo alzó el vuelo bajo aquel sol que calentaba tanto, tantísimo, que Güino Pin pensó que debía de ser otro sol y no el que él conocía, el que estaba allá donde vivía con sus papás en la colonia de pingüinos de la isla del Mar del Norte, tan gris y tan frío.

Y tanto y tanto calentaba aquel sol, que Güino Pin comenzó a sudar, y entonces se echó a reír.

–¡Ahí va, recarambolas! –exclamó sin dejar de reír–. ¡Un pingüino sudando! ¡Esto sí que no lo ha visto nadie de la colonia de mi isla!

Para descansar y librarse un poco de aquel calor tan intenso, buscó un lugar donde hubiera sombra y pronto lo divisó. Aterrizó en una selva donde había árboles tan altos que si los miraba de abajo a arriba se caía de espaldas y se hacía gordísimos chichones en su redonda cabecita de orejas invisibles, así que dejó de mirarlos.

Y entonces empezó a ver animales de lo más extrañísimo.

¡Recontracarambolas, y decían que él era raro!

¿Pues qué dirían los pingüinos de la colonia si vieran aquellas extrañas criaturas que él estaba viendo con sus propios ojos de ver y de mirar mirando?

Primero vio aquel extraño bicho grande como cien pingüinos –¡o más!– y que tenía un cuello tan largo que podía comerse las hojas de los árboles más altos como si tal cosa.

Luego, vio a un animal gordísimo que se bañaba en un río, y que tenía una nariz tan larga que casi le llegaba al suelo, y unos colmillos largos y afilados, y unas orejotas enormes.

Luego vio un animal de dos patas muy largas que tenía alas y plumas pero que ni mucho menos era un pingüino, pues era más grande y corría que se las pelaba. ¡Ostras si corría aquel bicho!

Pero luego, de entre la espesura, salió otro bicho, con la piel de color amarillo con manchas marrones y que tenía también cuatro patas, con las que corría muchísimo a pesar de que eran  más cortas que las del anterior. ¡Vaya bicho, cómo corría, con el rabo bien tieso!

Más allá, entre unas hierbas, vio a un animal enorme y de gran melena que estaba tomando el sol como si fuese el rey de todo el territorio.

Güino Pin se acercó a él y le preguntó:

–Oye, ¿tú quién eres?

–Soy el rey de la selva –le replicó el formidable animal–… ¿Quién eres tú y de dónde has salido?

–Yo soy un pingüino y he llegado volando des­de el Mar del Norte.

–Sí, ¿eh? Bueno, nunca he comido pingüino, pero a buen hambre no hay mala comida ni pingüino duro, así que te voy a devorar.

Diciendo esto, aquella bestia abrió la boca y lanzó un rugido que hizo temblar toda la selva y puso de punta las plumas de Güino Pin, que alzó velozmente el vuelo cuando la fiera se le echó encima. Por fortuna, el hambriento y feroz melenudo no pudo atraparlo entre sus grandes zarpas con uñas que eran tan grandes como la cabeza de Güino Pin, y éste lanzó un silbido de susto.

–¡Carambainas, qué mal genio! ¡Menuda fiera! ¡Tiene peor carácter que un oso polar!

Siguió volando, y vio animales que tenían patas cortas a los lados del cuerpo y que se arrastraban por las fangosas orillas de los ríos, abriendo una boca grandiosa donde a lo mejor había más de doscientos dientes agudos y afilados.

Vio animales de cuatro patas con el cuerpo listado de negro y blanco que corrían por bellas praderas…

¡Vio muchísimas cosas y muchísimas criaturas!

¡Y todas diferentes!

¡Había muchísimas criaturas y cada una de ellas era diferente a las otras!

Pero no diferentes como él era diferente a los demás pingüinos de la colonia, no, sino muchísimo más diferentes unas de otras. Por ejemplo, en los árboles había pequeños seres peludos de larga cola que gritaban mucho y saltaban continuamente de rama en rama y comían cosas redondas que por dentro eran blancas… Mientras tanto, animales enormes con un cuerno en la frente, comían hierba tan ricamente.

¡Cuántas cosas y criaturas extraordinarias, recarambolas…!

De repente, Güino Pin se dio cuenta de que no estaba volando solo.

Junto a él volaban otras criaturas de bellísimas alas… ¡y ninguna de aquellas criaturas eran pingüinos!

–¡Pero esto qué es…! –exclamó Güino Pin–. ¡Qué pasa aquí, cómo es que hay criaturas tan extrañas por todas partes!

–Nada de extrañas –dijo uno de sus compañeros de vuelo, que tenía un gran pico y el plumaje de muchos y bellos colores–. Cada cual es cada cual, y nadie es extraño. Yo soy un loro,  y aquí en la selva todos lo saben, chaval. ¿Tú qué eres?

–¡Yo soy un pingüino! –respondió Güino Pin.

–¡Atiza, ref1auta! –exclamó una pequeña criatura que volaba muy cerca y que tenía el lomo negro y la barriga blanca–. ¡Pero si es uno de mis parientes del Mar del Norte!

–¡Yo no soy tu pariente! –protestó Güino Pin.

–Ya lo creo que sí –dijo otra criatura más grande, que también tenía la barriga blanca y que volaba de un modo en verdad  majestuoso, casi sin mover sus grandes alas grises–. Esa golondrina de mar es pariente tuya,  y yo también, y hasta otros pájaros que se llaman chor1itos.

–¿Y tú quién eres?

–Yo soy la gaviota, la reina de los cielos marinos junto con nuestros primos los albatros. Dime una cosa, primo: ¿qué haces tú por estos lugares, tan lejos de tu ambiente?

–Me he escapado de allí, porque soy un  pingüino raro y todos se burlaban de mí y me mira­ban mal.

–¡Anda ya! –exclamó el loro, muerto de risa–. ¡Pero qué dices, cabezón de hielo! ¡Nadie se ríe de nadie, porque cada cual es cada  cual! ¡Rrrr, al rico y guapo lorito!

Los demás que volaban junto a Güino Pin rieron, y acto seguido la golondrina de mar dijo con su dulce voz:

–Bueno, amiguete, ahí te quedas, que tenemos que volver al mar a pescar para comer. ¡Ya me gustaría, ya, saber nadar como tú, para atrapar peces sin tantos problemas como tengo ahora!

–¡Toma, lo mismo digo! –aseguró la gaviota–. ¡Bueno, adiós, chaval, que te vaya bien!

–¡Adiós, cara de pingüino!  –dijo riendo el loro–. ¡Rrrr! ¡Al rico lorito guapo y bravucón, más valiente que un león! ¡Rrrr!

De nuevo se encontró solo Güino Pin, volando por encima de aquella grandiosa isla que nunca se acababa y que él no sabía que no era una isla sino un grandioso y hermoso continente llamado África. Ah, sí, sí, a lo lejos vio al mar, jus­tamente hacia donde había ido la gaviota, y en­tonces también él voló hacia allí.

En cuanto estuvo en el mar, supo orientarse, y empezó a volar hacia el norte, de regreso a su isla llena de acantilados donde vivía  la colonia de pingüinos.

Tardó mucho en llegar, porque sin darse cuenta en el viaje de ida se había alejado demasia­do, pero finalmente, después de todo un día y una noche volando, divisó la isla, y en los acantilados distinguió perfectamente a los mi­les de pingüinos que tomaban el pálido sol del Mar del Norte.

–¡Eh! –gritó uno de los pingüinos–. ¡Mirad! ¿No es Güino Pin ese que llega volando?

–¡Sí que lo es! –exclamaron muchos a la vez.

–¡Eh, Güino Pin! –le dijo un pingüino adulto–. ¡Ve enseguida junto a tu madre y tu padre, que están muy tristes porque hace días que no te ven y creen que te has ahogado o que te ha devorado un oso polar o una morsa hambrienta!

–¡No debiste marcharte sin avisar, cabezota dura! –le gritó una abuelita pingüina, batiendo furiosamente sus alas.

–¿Dónde has estado? –le preguntaron muchos pingüinos jóvenes.

–He visto el mundo –dijo Güino Pin muy satisfecho.

–¡Atiza, cara de vasija!

Por fin, cansadísimo, Güino Pin aterrizó jun­to a sus padres, que ya lo estaban mirando con ojos llenos de alegría. En cuanto tocó tierra, Mamapingüino se acercó a él balanceando graciosa­mente su bello cuerpo de pingüina, y primero le abrazó y luego le dio un cachete.

–¡Toma, por aventurero! –dijo enfadadísima.

–Hijo, eso se avisa –dijo Papapingüino, con voz también muy enfadada.

Y le dio otro cachete. Pero luego Mamapingüino y Papapingüino abrazaron otra vez a su hijo, felicísimos porque no le había ocurrido nada malo. Güino Pin explicó por qué se había marchado, y entonces Papapingüino dijo, muy sorprendido:

–¡Estás equivocado! Si te miraban tanto era porque te admiraban por lo hermoso que eres aunque no seas como todos. Además, muchos querrían ser como tú. Y además, seas como seas eres un pingüino. ¿O no eres un pingüino, cabeza dura?

Güino Pin estaba muy confundido, no sabía qué pensar.

Pero de pronto, comprendió que su padre tenía razón, y que en efecto cada cual es cada cual.

¡Y después de haber visto criaturas tan extrañas durante su aventura por el mundo ya no le parecía que él era tan raro! ¿Acaso no eran más raros la jirafa, el elefante, el avestruz, el guepardo, el león, el cocodrilo, las cebras, los monos y el rinoceronte…?

Y además, ¡qué caramboinas, él era un pingüino de pies a cabeza, fuesen del color que fuesen sus alas y su barriga!

Ya lo creo que sí: ¡era un pingüino!

Y un pingüino es todo un pingüino.

¡Recontracarambolas, un  pingüino es todo un señor pingüino, lo mires como lo mires y lo mi­res por donde lo mires!

Y punto.

 

VIAJERO SIN DESTINO

                                     Hay un trágico viajero

                                     que debe ver cosas raras,

                                     y habla solo y, cuando mira,

                                     nos borra con la mirada.

                                             Antonio Machado

                                     «Iris de la noche» Nuevas Canciones,

 

Lo importante era el viaje, no el destino.

Todavía mejor dicho: lo importante no era ni el viaje ni el destino, lo importante era el contenido del viaje.

Muchas personas no entenderían esto, pues consideran que el viaje es tiempo perdido, tiempo muerto; incluso peor que muerto: tiempo inexistente. Esto ya entraba, una vez más, en el terreno de la filosofía, con la cual, bien lo sabía, en muchas ocasiones se ponía verdaderamente cargante y presuntuoso, pero no podía remediarlo. ¿Acaso no es normal que las personas piensen y elucubren? Y más cuando el tema lo justifica.

Veamos: ¿qué tiene menos entidad, el tiempo muerto o el tiempo inexistente? Ninguna duda: el tiempo muerto ha existido y ha fenecido o se ha extinguido, es decir, que ha sido algo y hasta es posible que de alguna manera siga siendo algo después de muerto. En cambio el tiempo inexistente… ni siquiera ha podido morir porque no ha existido.

Sí, a veces era un poco complicado explicar estas cosas, pero lo importante, lo verdaderamente importante, era pensarlas. Y más aún, sentirlas.

Para no alargarlo más (al menos en aquella ocasión) decidió que al tiempo del viaje se le podía llamar tiempo vacío. Lo cual tampoco es verdad. ¿Cómo puede ser o estar vacío el tiempo…?

–Perdone, señor: ¿va usted a subir?

Se volvió a medias y miró todavía un poco abstraído a la persona que le había hecho la pregunta. Era una joven guapísima, de grandes ojos castaños y luminosos y una boca deliciosa que mostraba una sonrisa indecisa. Lo miraba con cierta impaciencia, y él cayó en la cuenta de que una vez más se había quedado en las nubes de sus pensamientos. Estaba con un pie en el primer escalón de acceso al vagón y además agarrado a la barandilla, impidiendo el paso a los demás viajeros, concretamente en este instante a la bella joven y a un sujeto de mediana edad que esperaba detrás de ella y que lo contemplaba un tanto ceñudamente. No era, ni mucho menos, la primera vez que le ocurría molestar con su embobamiento a otras personas, por supuesto sin intención. En cuanto llegaba a la estación del ferrocarril –cualquier estación– algo se transformaba en él. No podía remediarlo. Eran muchos años de tren, muchos años viajando, muchos años haciendo aquello…

–Sí –asintió por fin, soltando la barandilla y apartándose–, voy a subir; pero usted primero, por favor.

La joven pareció sorprenderse; enseguida soltó una carcajada encantadora y subió al vagón. Tenía unas piernas preciosas.

El sujeto ceñudo subió detrás de ella, con urgencia, como si temiera perder el tren, pese a que todavía faltaban casi diez minutos para la salida. Como tantos y tantos viajeros que había conocido, aquel sujeto parecía estar enfadado. Seguramente, por nada; pero estaba enfadado. Qué chocante. Claro está que a veces las personas tienen motivos para estar enfadadas. O tristes. O furiosas. Incluso contentas. Sí, por extraordinario que pueda parecer, también se puede estar contento. ¿Motivos para estar contento? Pues los mismos que para estar enfadado, en definitiva nada que sea fundamental y ni siquiera suficientemente significativo en la vida.

Veamos. ¿Tiempo muerto, tiempo inexistente o tiempo vacío?

En realidad, podían ser los tres. Y muchos más. Qué duda cabe de que puede haber muchas clases de tiempo. Pero en fin, era admisible y comprensible que si una persona iba por ejemplo de Sevilla a Madrid por asuntos de trabajo o de negocios lo que le importase fuese el trabajo o los negocios, así que el viaje y no digamos ya el tiempo en él invertido perdían su importancia e incluso su valor, lo cual es infinitamente peor…, infinitamente más absurdo.

Basta de filosofías.

Subió por fin al tren. Recorrió el vagón hasta encontrar a la bella joven de la risa encantadora. Ella lo miró, sonrió, y de pronto volvió a reír. Si él hubiera tenido treinta años menos habría podido pensar que acababa de hacer una conquista, pero a su edad ya no conquistaba ni a las moscas con miel. En cualquier caso, hacer el viaje contemplando aquel bello paisaje femenino no podía hacerle ningún daño. Al contrario, le alegraría el espíritu. Casi nada, válgame Dios, ¡alegrar el espíritu! Y él también tenía derecho a estas gratificaciones, aunque fuese de cuando en cuando. No todos los viajes tenían que ser forzosamente áridos e incluso a veces crueles, ¿verdad?

Se sentó frente a la joven y al lado del sujeto ceñudo, el cual sin duda había tenido la misma sana idea de disfrutar, aunque sólo fuese visualmente, de la belleza de la joven. Y seguro que llegarían otros viajeros masculinos que escogerían como al descuido uno de los asientos de aquella parte del vagón, para no quitarle ojo a la muchacha.

El rumor de la estación, como siempre, le infundía ánimos.

Y aquel relumbre de sol invernal pero con sugerencias de primavera.

Los andenes estaban atestados. Le encantaba aquel ambiente tan lleno de vida, de fuerza, de calor humano. Para viajar no hay nada como el tren: fresco en verano, caliente en invierno, asientos confortables por no hablar de las literas y de los compartimientos privados, bar, restaurante, y todo ello viajando por caminos privados. Todo un lujo del vivir, por muy modestamente que uno viaje. Y además el tren tenía de muy bueno una cosa: los pasajeros no tenían escapatoria una vez iniciado el viaje, podía decirse que cuando él comenzaba sus charlas los tenía prácticamente, acorralados…

–Señor –atrajo su atención la joven–: ¿prefiere sentarse aquí, de cara a la marcha?

Tuvo la súbita certeza de que aquél iba a ser un viaje bueno. Bueno para él, por esta vez. También tuvo una vez más la certeza de que es verdad que existen espíritus nobles y espíritus deleznables. De esto se había convencido hacía ya tiempo, mucho tiempo.

–Gracias –le sonrió a la muchacha–, pero no es necesario. Estoy acostumbrado a viajar de todas las maneras. Hace muchos años que viajo en tren diariamente. Soy Confortador de la Renfe.

El sujeto ceñudo le miró entre desconcertado y molesto.

La joven alzó las cejas en un gracioso gesto de perplejidad y quiso asegurarse de que había entendido bien.

–¿Confortador? –inquirió.

–Así es. O sea, que conforto.

–Ah. Ya.

Entraron más viajeros en el vagón. Los fue mirando con ojos de experto, analizándolos, valorándolos. Un hombre y una mujer de unos cincuenta años (seguramente un matrimonio) se sentaron en el mismo compartimiento, saludando como de mala gana. Bueno, estaba acostumbrado. No siempre era fácil romper el hielo. Algunos viajeros eran muy, muy duros. En tantos años se los había encontrado de todas clases y talantes. Siempre viajaba en clase modesta, desde luego, pues a poco de empezar sus recorridos como Confortador se percató de que los viajeros de las clases más lujosas eran prácticamente inabordables: se aislaban con sus papeles, libros, documentos, el ordenador portátil, o con la música o la tele del vagón, y era como si no estuviesen allí. Era como si dijeran: .

Al principio, con no poco esfuerzo y utilizando todo su tacto, había conseguido algunos pequeños éxitos, pero resultaban insuficientes para sus deseos e intenciones, así que cuando llegaba a la estación final del trayecto se sentía frustrado. En cambio, desde que había optado por viajar únicamente en clase sencilla casi siempre tenía éxito. Es decir, un éxito si no suficiente sí al menos razonable.

Llegaron más viajeros.

Afuera lucía el sol, pero hacía un poco de frío. La gente hablaba, movía paquetes, se impacientaba. Un joven atlético estaba hablando por un móvil. La vida cambia. Bueno, la vida no cambia, simplemente sigue sus derroteros se diría que inciertos (todo lo contrario que el tren, ahora que pensaba en ello) y, muchas veces, sorprendentes y aun más admirables. Pero no cambia. Cambian las personas y la tecnología que remodela sus vidas, pero la vida no cambia, sigue su curso y ya está. ¡Esto sí que era filosofía pura!

El tren partió. Llegaría a primera hora de la noche a la estación de destino. Ésos eran los trenes que él escogía últimamente. Lo mismo le daba ir de Alicante a La Coruña que de Bilbao a Zurgena o de Valladolid a Madagascar (¿a que esto tiene gracia?: ¡a Madagascar en tren partiendo de Villalobillos!). Yo voy soñando caminos… El caso era tomar el tren y viajar con personas desconocidas. Una de sus filosofías, que al principio le había causado no poca pesadumbre, se había originado al comprobar sin lugar a dudas que la gente suele ser más afable o al menos comedida con los desconocidos que con los conocidos. Seguramente porque se tiene tendencia a desear la aprobación e incluso la admiración de los demás y eso es cada vez más difícil de lograr con aquellos que te conocen. Como expresa el viejo dicho: donde hay confianza da asco.

–Pero… ¿qué es lo que conforta usted? –preguntó de pronto el sujeto ceñudo.

–Pues el ánimo.

–El ánimo.

–Sí. Y el espíritu. En fin, mi trabajo consiste en procurar que los viajeros se sientan lo mejor posible en el tren para que luego se sientan mejor en general gracias a su viaje en tren, que como usted sabe, es el mejor medio para viajar… Claro que tengo que multiplicarme para atender a cuantos más viajeros mejor, pero lo hago con gusto. Es un servicio que se le ocurrió a un joven directivo lumbrera de la Compañía. –Miró a uno y otro miembro del matrimonio, que le contemplaban atónitos–… Les decía a este señor y a la señorita que soy Confortador de la Renfe.

–¿Cobrador de la Renfe? –se pasmó la señora.

–No, no: Confortador. En cuanto el tren se pone en marcha me pongo a recorrerlo de punta a punta y si me parece que una persona está preocupada, o enfadada, o afligida, en fin, con el ánimo alterado o mal dispuesto, hago lo posible por consolarla, confortarla, procurar que tenga un buen viaje y que al terminarlo se sienta más humano y un poco más feliz… Digamos que procuro hacerle ver el lado bueno de la vida.

–¿Y cuál es ese lado bueno? –preguntó el marido, con cierta sorna.

–La vida tiene muchos lados buenos.

–Claro que sí –dijo la bella joven, con entusiasmo–. Me pongo como ejemplo. Acabo de divorciarme y… ¿qué hago?

Se quedaron todos mirándola.

–¿Qué hace? –masculló por fin el ceñudo.

–Pues me voy a pasar tan ricamente quince días a una playa estupenda, para celebrarlo.

–A mí no me parece que un divorcio sea cosa de celebración –dijo la señora de edad mediana.

–Pues yo lo tenía claro, después de cuatro años con aquel… –El rostro de la joven se ensombreció–. O me divorciaba o me suicidaba. ¿No le parece que es mejor el divorcio que la muerte?

La señora no contestó. Una sonrisita viajó por los labios del sujeto ceñudo.

La joven quedó pensativa, pero sólo un instante. Enseguida, rió de aquel modo encantador.

–O sea –miró al Confortador–, que yo no necesito que usted me conforte, pues estoy contentísima.

–Me alegro mucho –dijo el Confortador–. Lamentablemente ése no es el caso de otras personas. Siempre hay alguien que precisa ser confortado.

–¿Y usted cómo sabe quién lo precisa? –inquirió el marido.

–Las miro a los ojos y entonces lo sé. La vida de las personas está en su mirada.

El marido soltó un resoplido, y su esposa le reconvino con un gesto. La joven sonreía. El ceñudo esgrimió de nuevo su sonrisita irónica y preguntó:

–¿Qué vida ve usted en mi mirada?

–Podría ser mejor.

–¿Qué quiere decir?

El Confortador se quedó mirando al sujeto ceñudo, en silencio. Hubo unos segundos de ambiente extraño, hasta que el ceñudo desvió la mirada. Entonces la joven dijo, risueña:

–Me parece que vamos a salir con retraso.

–Hay las mismas posibilidades de eso que de encontrar en este vagón un pasajero cortando chorizo y bebiendo vino en bota –dijo el Confortador.

La joven soltó otra de sus deliciosas carcajadas.

–¡Usted debe de haber conocido gente de lo más rara! –exclamó.

–¿Rara? Bueno, más o menos. Incluso tengo pensado escribir un libro que se titularía ¡Pasajeros el treeen…! en el que explicaría mis experiencias con gente pintoresca en verdad.

–Seguro que ese libro será un tostón –dijo el ceñudo.

–Pues yo, a este señor –intervino la señora de mediana edad–, lo encuentro simpático.

–Es un viejo entrometido –masculló el ceñudo.

–En eso tiene usted razón –admitió el Confortador–. Pero ser viejo tiene su mérito. Más mérito que ser joven, porque para ser joven sólo hay que nacer, pero para ser viejo hay que vivir y soportar la vida…, y eso tiene mucho mérito. En cuanto a lo de entrometido…

Justo en ese instante se dio la salida del tren. El Confortador miró su reloj y la joven hizo lo mismo. Acto seguido, como sincronizados, los dos miraron el reloj del andén. La hora en punto. El Confortador y la joven se miraron y ella volvió a reír.

El tren partió. Minutos más tarde, a pleno sol invernal, se deslizaba cadenciosamente hacia su destino.

El Confortador miró al viajero ceñudo.

–Le invito a un café –ofreció.

–Déjeme en paz.

El Confortador hizo un gesto de asentimiento y se puso a mirar el paisaje. Había gente que reía en otra parte del vagón. El matrimonio permanecía en un silencio estólido fruto de la costumbre. La joven miraba del Confortador al ceñudo y viceversa.

De repente, el pasajero ceñudo se puso en pie y masculló:

–Voy a tomar un café.

Nadie dijo nada. El ceñudo se alejó. Apenas un minuto más tarde el Confortador se puso en pie. La joven le miró y le guiñó simpáticamente un ojo. El Confortador sonrió y de repente pareció mucho más joven. Se fue en pos del sujeto ceñudo.

Casi una hora más tarde regresó el sujeto ceñudo y ocupó su asiento, en silencio. La joven lo miró, miró luego hacia el extremo del pasillo, y de nuevo al ceñudo.

–¿Y el Confortador? –preguntó–. ¿No lo ha visto?

–Sí. Hemos estado charlando un rato… Ahora está dando vueltas tren arriba y tren abajo.

–¿Y de qué han estado hablando? –preguntó con sonriente descaro la joven.

El ceñudo se encogió de hombros y de pronto, sorpresivamente, sonrió.

–De cosas de la vida.

–¿Cosas buenas o cosas malas?

La pregunta de la joven era evidentemente intencionada, y cabía temer, dado el carácter del ceñudo, que recibiese una respuesta poco amable. Pero el ceñudo volvió a encogerse de hombros, sonrió de nuevo, y dijo:

–Depende de cómo se las tome uno. Ahora resulta que por poco que uno se lo proponga casi todas pueden ser buenas.

La joven soltó una carcajada.

*     **     *

Faltaba poco para el anochecer cuando el tren llegó a su destino. El Confortador se apeó en primer lugar de su vagón. Esperó en el andén a sus compañeros de viaje y se despidió de la joven, del matrimonio, del sujeto ceñudo y de otros viajeros, que le saludaron con gestos amables y risueños.

Bien.

Había vivido un día más.

Antes, durante algunos años después de su jubilación, los días eran vacíos: nadie le hacía caso, nadie le hablaba ni le escuchaba, nadie le consolaba en su soledad de cuerpo y de espíritu. Pero ahora, desde que tuvo la buena idea de hacerse Confortador por su cuenta (¡nada de un directivo lumbrera!: la idea era suya y bien suya y únicamente suya, aunque quizá como consecuencia de haber sido revisor tantos años y haber visto tantas caras tristes, o enrabiadas, o aburridas…), la vida le resultaba mucho más agradable. Había encontrado el truco: confortarse confortando.

Muy pronto, sería de noche, pero también las noches las tenía resueltas, gracias a su ingenio.

Fue al vestíbulo de la estación y buscó en los paneles la información sobre las próximas salidas. Muy pronto había elegido el siguiente tren a tomar. En realidad lo mismo le daba un tren que otro, siempre que fuese de largo recorrido. Sólo tenía que subirse al tren elegido y seguir viajando, naturalmente gratis, como ex empleado de la compañía que era. Se instalaba en un asiento cómodo y si veía que podía seguir confortando a alguien durante la noche lo hacía con gusto, y si no, pues a dormir se ha dicho. Casi siempre despertaba cuando el tren estaba llegando a su punto de destino y empezando el día. Al detenerse el  tren, se apeaba alegremente, daba un buen paseo para estirar las piernas y desentumecer el cuerpo todo y luego desayunaba. Después se subía a otro tren (¿dónde iba a estar mejor que en el tren?) que fuese bien lejos y seguía ejerciendo de Confortador.

El único inconveniente (¿?) de su trabajo era que muchas veces no sabía dónde estaba ni adónde iba ni adónde llegaba.

Era un viajero sin destino.

Bueno, sí que tenía un destino, claro está, como todo el mundo en la vida, pero la verdad es que a ese destino no tenía ninguna prisa por llegar…

 

PIENSO, LUEGO SUFRO
 

*** Todos los males de mi vida me han llegado básicamente por culpa de otras personas, no por mis propias acciones. Luego está claro: tengo que prescindir de otras personas y de sus preferencias o deseos en las cuestiones que me atañan a mí directamente y solamente a mí.

*** El cuerpo no miente. Pero a él le mienten; y entonces funciona mal, no es el verdadero cuerpo humano. Ojo con los sentidos, que te los manipulan y los usan contra ti mismo.

*** No se trata de hacer cosas para el mundo, sino para mi Espíritu, es decir, para mejorarlo y mejorar así a las sucesivas Criaturas que él vaya ocupando y conformando, en busca de la creación o formación de unos seres cada vez más superiores a los actuales. La verdadera obra de Yo, de Mí, es mejorar mi Espíritu, no escribir libros. Los libros son un medio para mi desarrollo intelectual y mental y sólo como tal debo considerarlos. Sin embargo, estoy dedicando todo el tiempo de mi vida a los libros…, y no sé si eso significa que estoy dedicando el tiempo de mi vida a mi vida o que he convertido el medio en fin.

*** En definitiva, tengo que hacer lo que siento que tengo que hacer, es decir, lo que deseo hacer: ya he comprobado muchas veces que lo que deseo hacer es precisamente lo que tengo que hacer, pues tras analizarlo me he convencido de que eso es lo que siempre me ha dado mejores resultados en cualquier sentido.

*** La Mente es el funcionamiento/comportamiento de la Criatura; si la Criatura funciona mal, la mente funciona mal. Ciertamente, la Criatura puede funcionar mal por deficiencias genéticas que pueden producir no sólo trastornos en el comportamiento, es decir, trastornos mentales, sino también en la formación del cuerpo o soporte que la alberga. Por ejemplo, cuando una persona nace ciega es porque el cerebro —o sea, la Criatura— no ha podido dirigir bien la formación de los ojos, debido a una deficiencia en la zona que corresponde a ese cometido. Igual en todo el cuerpo, ya que la formación de éste es una creación del cerebro en todos los sentidos y aspectos.

*** Te lo diré de otro modo: si los abuelos que están tomando el sol sentados en un banco de la placita tuvieran unos mínimos incentivos emocionales y físicos serían mucho menos prostáticos y no habrían perdido interés por la relación sexual…, y no estarían siempre sentados en un banco tomando el sol y recordando tiempos pasados, ya que los tiempos actuales les parecerían también gratificantes, o al menos suficientemente gratificantes, o, como mínimo, simpáticos y amables. Pero generalmente no tienen incentivos de ninguna clase en ningún momento. Así pues, el abuelo prácticamente deja de entrar en erección sexual y mental con más o menos frecuencia y se va a jugar a la petanca con otros proscritos de la vida y del amor como él.

***  Mi vida se ha formado y sigue formándose más con elementos de mi entorno que de mi interior formativo y creativo. Es decir que es más como la conforman los demás y las circunstancias que me crean los demás que como sería si la conformase yo; pero esto es así porque yo lo permito, ya sea de modo inconsciente o por desidia. Incluso tal vez yo mismo no presto atención ni doy importancia a mi vida, en el sentido de que la pospongo a otras cosas o a otras vidas. Posiblemente esto lo hago por ignorancia y/o ingenuidad congénita, demostradas ambas al creer que los demás están atentos a mi vida como ésta se merece conforme a mi relación con los demás y al consecuente y estricto sentido de correspondencia, justicia y honestidad hacia mí. Y esto es una ilusión, una utopía, pues nadie piensa en mí salvo cuando necesita de mí, independientemente de mis derechos, de la justicia, de la honestidad o de la simple correspondencia a mi generosa actitud o noble comportamiento. No piensan en mí para amarme, enriquecerme, apoyarme o simplemente considerarme, sino sólo como elemento complementario de sus vidas, y además y por supuesto sólo cuando ese elemento es necesario u oportuno.

*** Así pues, con toda lógica, puesto que permito que sean esas personas y/o esas circunstancias las que conformen, definan y decidan mi vida, ésta es muy deficiente. Yo no tengo lo que quiero tener ni siquiera cuando tengo absoluto derecho a tenerlo, mas no porque lo que quiero no exista o, aun existiendo, sea perverso, nocivo, problemático, simplemente difícil de obtener o en definitiva un imposible, sino porque quien podría y debería dármelo no quiere hacerlo, ya que su gusto es otro y no el mío, y, en consecuencia, prevalece su gusto.

*** Estoy viviendo como no quiero vivir (en antagonismo/disgusto continuo con mi entorno) y con quien no quiero vivir, y esto es absurdo, brutal, negativo y destructivo.  Esto me impide no sólo ser feliz en líneas generales, sino también estar debidamente centrado y concentrado en los momentos de creatividad. No tiene sentido vivir así pudiendo vivir de otra manera. Esta manera sería organizar y repartir el día en diversos momentos y actos todos ellos agradables, algunos inevitablemente con contenido de obligatoriedad, pero ninguno desagradable o que me produjera disgusto o rechazo, y, por descontado, disponiendo de un contento o alegría de estar aquí, de estar siendo. No hay nada de eso en mi vida actual, de manera que es lógica mi actitud huraña hacia los demás; pero es que si lo miramos imparcialmente, prescindiendo de toda pasión, vemos que nadie aporta nada feliz a mi vida, y, en cambio, muchas personas, con sus exigencias sobre mi vida, merman la felicidad que yo podría proporcionarme en solitario si me dejaran en paz.

*** Salus populi suprema lex. (El bien del pueblo es la ley suprema.) ¿De verdad?

*** No hacer cosas por dinero, sino enfocar mi esfuerzo para/hacia la consecución de lo que yo quiero hacer.

*** Al despertar, no pensar inmediatamente en el trabajo, ni en cosas externas, ni en los demás, sino en mí, y estar atento a percibir qué me llega al Espíritu avisándome o proveyéndome. Esto es lo normal. ¿Cómo podría ser normal cualquier otra cosa, cómo podría ser normal que nada más despertar pusiera mi vida al servicio de personas y/o cosas ajenas a mí mismo?

*** He logrado el grandioso éxito de no depender del éxito, así que me he liberado de la más horrorosa de las servidumbres: someter mi Espíritu a la obligación/humillación de hacer lo que contenta, satisface y halaga al prójimo en lugar de hacer lo que yo quiero hacer y me contenta y satisface a mí, lo cual constituye el éxito de los éxitos en la vida.

*** ¿No es absurdo que sea yo mismo quien conceda o proporcione a otros la facultad o la posibilidad de manipularme y lastimarme?

*** El diálogo, cuando se produce para tratar —supuesta-mente— de armonizar voluntades o remendar desamores, no sirve de nada pues en realidad cada cual sólo trata de convencer y dominar al otro para someterlo a su propio deseo y conveniencia. Las palabras no sólo sirven para ocultar nuestros pensamientos, sino también e incluso más para enmascarar nuestros sentimientos. Cuando el amor y los sentimientos son ciertos y sinceros, las palabras sobran, incluso las de amor.

*** El mayor y más persistente error que he cometido en mi vida ha sido creer que los demás son como yo.

***  Schopenhauer tenía razón: sometido a su nobleza natural, el ser superior tarda demasiado en darse cuenta de que la mayoría de las personas con las que se relaciona son seres inferiores, innobles y plenos de burda astucia —e incluso en muchas ocasiones de profunda y deplorable maldad—, de que no son como es él mismo, cándido, sincero, resuelto y honesto. Así, hasta que aprende, hasta que se da cuenta de que al medir a los demás por su propio noble rasero se está equivocando, es engañado miserable y asquerosamente por los palurdos de la vida, por los rufianes de la vida, por los cobardes aprovechados de la vida, por las ratas de la vida.

*** Siempre han tratado de imponerme la creencia de que es punible creer ser o sentirme superior a otras personas; pero es que existe esa superioridad de unos sobre otros, es así, y al que le toca le toca, lo mismo la superioridad (que por otra parte, claro está, es siempre relativa) que la inferioridad; es claro, los inferiores pugnan a su manera y como pueden para que esa latente superioridad mía quede sofocada o cuando menos no la utilice y, en fin, que no les afecte de ninguna manera; y entonces tiran de mí hacia abajo, me retienen a su nivel; y los otros, los que son más o menos como yo también saben que si me rebajan tendrán menos competencia para agenciarse los privilegios de la vida, y, lógicamente, por poco que puedan, también ellos me empujarán hacia abajo, hacia la gran masa. En resumen, todos hacen lo que quieren hacer y además quieren que también los demás hagan lo que ellos quieren. Son implacables, deshonestos, crueles y embusteros.  En sus críticas, reproches y censuras no son justos ni sinceros, ni nada que no signifique pura y simplemente Egoísmo y Envidia, es decir, los más flagrantes estigmas distintivos de la inferioridad humana. En cuanto a los seres superiores, sólo se ocupan de sí mismos, pues, evidentemente, no pueden ocuparse de nada mejor.

*** Te sobra inteligencia y te faltan conocimientos específicos, me dijeron. (Ojalá sea así, porque los conocimientos puedo adquirirlos, y la inteligencia no.)

*** Para el ser humano no desarrollado espiritualmente, todo consiste o deviene en mentalizaciones y fijaciones.

*** SE ES COMO SE VIVE, por más que yo sea como soy ya para siempre. No obstante, se puede efectuar un control de actitud de modo que en el futuro evitemos fallos y fracasos; se puede controlar la situación de modo que demos un nuevo impulso a nuestra vida, un impulso fresco, poderoso, creativo, hermoso. A fin de cuentas, en realidad, si me detengo a analizarlo, mis reacciones hasta ahora han sido motivadas más por el hecho de creer que , que por la reacción de mi verdadero YO inteligente y consecuente. Dada mi inteligencia, mi serenidad probada, y mi fuerza interior, no comprendo cómo hasta ahora he estado reaccionando de modo tan ingenuo y pueril a las provocaciones de mi entorno. Simplemente, he estado reaccionando como se supone que se debe reaccionar conforme a las normas de comportamiento y reacción de la masa manipulada. Esto es una estupidez. Yo sé que la gente es brutal, deshonesta, desleal y malvada… ¿Por qué disgustarme por ello, si este disgusto sólo sirve para empeorar mi situación, mi carácter y mi salud? Simplemente, debo asumir esto como la realidad inamovible que es, tener mucho cuidado, vigilar a quienes de modo natural y groseramente instintivo, amoral o premeditadamente canallesco siempre tratarán de aprovecharse de mí en todas las cosas y circunstancias de la vida, incluyendo el amor…, e incluso debo arreglármelas astutamente para obtener ventajas y provechos de esos animalitos y de las situaciones que provocan. Esto es lo inteligente, lo único que puede y debe hacer una persona de mi categoría mental y espiritual. Lo demás, insisto, es pura estupidez.

*** Aunar la fuerza interna con las circunstancias externas, armonizarlas para obtener resultados positivos y productivos. Con la negatividad se excluye uno mismo de los beneficios y la hermosura de la Vida.

*** Es como esto de morir sin saber QUÉ HE SIDO. Yo tengo el absoluto convencimiento de que en la Tierra sí hay alguien que SABE. Sabe todo lo que sabía el ser humano en el momento de su creación o generación espontánea. Un ente tan grandiosamente perfecto y facultado no puede nacer y existir ignorándose a sí mismo. Yo estoy convencido de que el trigo sabe que es trigo, de que el agua sabe que es agua, de que el fuego sabe que es fuego…, y si el Hombre ignora tanto sobre sí mismo no es porque lo ignorase desde el principio, no es porque su vida sea un “misterio” desde su origen, sino porque en un momento dado de su evolución algunos malvados congéneres le escamotearon la verdad de su procedencia, de su naturaleza, de su fuerza, de la grandiosidad de la Vida, y lo dejó así convertido en el montón de mierda que todos somos hoy… Un montón de mierda formado por seis mil millones de ángeles degradados.

*** Desde niño se me ha inculcado que la persona que hace lo que quiere es un ser despreciable y repudiable. De lo anterior se desprende que lo que has de hacer para no ser malo, despreciable y repudiable no es lo que quieres hacer tú, sino lo que los demás quieren que hagas tú. Cada día veo más claro que los demás quieren salirse siempre con la suya a toda costa, sea como sea y sea en lo que sea, desde lo más importante a lo más insignificante. Prevalece siempre la feroz voluntad de hacer su odiosa voluntad. Esto es abominable por parte de quienes tal cosa traman, pretenden e imponen sea como sea, sin consideración alguna… En fin, que está mal hacer lo que uno quiere cuando este uno soy yo, pero es normal cuando este uno son ellos.

*** No hay medidas de valor, como sería por ejemplo que alguien se privase de un caramelo a cambio de salvar mi vida: entre utilizar el caramelo para salvar mi vida o utilizarlo para darse un simple gusto de unos segundos a cambio de mi vida, la duda no existe: se comen ellos el caramelo aunque eso me cueste la vida a mí… Pero si eso mismo lo hiciera yo sería muy malo y muy egoísta.

*** Algo se ha de hacer. Y se ha de hacer o lo que quieran otros o lo que quiera yo. ¿Cómo es posible que todavía, a veces, tenga dudas al respecto?

*** Lo normal, lógico y humano sería que cuando se ama se amase cada día más. Pues no sucede así. En lugar de amar cada vez más lo inicialmente amado, se procede a desamarlo cada día más. ¿Alguien puede entender esto?

*** Unos tienen lo que necesitan y otros tienen lo que merecen.

*** El Espíritu es el carácter básico de la persona; luego, la mente va añadiendo sus vivencias y mentalizaciones, las falacias de su entorno, y, en fin, todo cuanto va formando parte de la vida de la persona, y cuya sustancia se añadirá a ese mismo Espíritu después de la muerte de esa persona. Existe un YO que contiene la suma de todas las criaturas que han ido componiendo el Espíritu. Ese YO será cada vez mejor o cada vez peor según que la persona comprenda o no que debe servirse de su Espíritu y no de las mentalizaciones ajenas a él y que SIEMPRE son nocivas para él. YO debe comportarse en la Vida en base al propio carisma de su Espíritu, no a la personalidad social que le han endosado. Aquí está el quid de la cuestión. YO no puede triunfar en nada importante si no utiliza SUS VERDADEROS RECURSOS, si para trabajar o luchar emplea no sus poderosas armas AUTÉNTICAS, sino las deleznables armas o recursos que le han enseñado a utilizar precisamente para ofuscarlo a fin de que no vea y por tanto no utilice las suyas, mucho más poderosas y naturales.

*** LEÍDO: Era un auténtico psicópata que sentía la indiferencia más absoluta hacia los sentimientos, el dolor y el bienestar de los demás, un ser auténticamente malvado desde su nacimiento.

*** Necesito pocas cosas, y esas cosas las necesito poco.

*** Sólo el diez por ciento de la conducta humana está determinada por los genes o genotipo, el resto se ha determinado o formado por el entorno o fenotipo. Así, la mayor parte de mi Espíritu lo están haciendo los demás. ¿Cómo es posible que yo lo permita?

*** Usted se halla ante la puerta de un salón en cuyo interior hay una hermosa fiesta.

*** Ese salón es el mundo.

*** Esa fiesta es la Vida.

*** Todo lo que tiene que hacer es abrir la puerta y entrar.

*** Todavía no se ha reservado el derecho de admisión.

*** Algo alucinante, horrible, horroroso, espantoso, increíble en fin: que mi vida no es mía, que mi vida no es para mí, sino para otros.

*** O para ser más justo o cuando menos exacto: que mi vida es un poco para mí y un mucho para otros.

*** Día llegará en que los amos de nuestras vidas no nos dejarán abrir los ojos cuando nazcamos, o nos los vendarán o extirparán antes de que la visión infantil se concrete, y así, cieguecitos, todavía estaremos más a su merced. Pues eso es lo que han hecho con el intelecto y con el sexo: nos los han atrofiado desde la cuna con una “educación” criminal, ya que no tiene otro nombre toda norma “educativa” que tienda a engañar, defraudar y manipular al ser humano nada menos que en su integridad física y mental, convirtiéndolo en un bobo semicastrado que vive conforme a consignas tan antinaturales que es un verdadero milagro que todavía pueda hacer una suma o entrar en erección; aunque supongo que eso se nos permite porque si no tuviésemos erecciones y de cuando en cuando se nos permitiera atenderlas debidamente, dejaríamos de tener hijos para que trabajasen para los mismos que nos han semicastrado sexualmente y sin semi intelectualmente. Lo de sumar no tiene importancia. Y pensar, menos.

*** La vida te resultará igual de dura si haces lo que quieres tú o lo que quieren los otros. Quizá más si haces lo que quieren otros, porque éstos nunca te permitirán que hagas cosas mejores que las que harían ellos; y los que se comportan así no son capaces de hacer nunca nada que valga la pena, empezando por este comportamiento que tienen. De modo que, mal por mal, gratifícate en lo posible haciendo lo que tú quieres hacer, no lo que quieren otros.

*** El agua fluye con independencia de que alguien se acerque o no a beberla.

*** El gran artista que deja su arte para vivir sólo para él y con él, escuchándose, viéndose, conociéndose tal como es como ser humano y nada más. En la próxima vida quizá me agradezcas que en ésta no me haya dedicado a practicar y disfrutar las artes y placeres ya establecidos y que me haya dedicado a ser sólo yo, a desarrollarme fundamentalmente como ser humano que, al conocerse bien a sí mismo, puede conocer a los demás, tolerarlos, ayudarlos e incluso —pese a su degradación actual— amarlos.

*** Dos personas encuentran pocos recursos para hacerse felices una a la otra; esas mismas personas, en cambio, encuentran miles de recursos para hacerse desgraciadas una a la otra… Pero el Amor existe.

*** Su cerebro es una gigantesca verruga lista para ser chamuscada.

*** La vida, en sí, no tiene absolutamente ningún objeto. Pero cada cual puede dedicar su vida actual a lograr un objetivo que considere satisfactorio para llevarlo a la próxima vida y servirse de él provechosamente… en lo posible.

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YO, YO, YO, YO, YO…

—No te mueras, que ME quedo sola…

—Venga, apláudeME, ¿o es que eres tonto? AdmíraME en todo momento, tienes que estar por MÍ, tienes que prestarME atención a MÍ… y no a ti.

—Muy agradecida por la botella de champán… ¡abierta especialmente para MÍ!

—¡No quemes mis cartas, pues hablan de MÍ!

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*** Haces tú algo mal, pero finges un digno y justo enfado para que yo me trague que he sido yo quien lo ha hecho mal y en lugar de culparte de ese algo que has hecho mal (que casi seguro yo no lo haría, pues no soy tan agresivo, intransigente y rencoroso como tú) intentas que me sienta culpable yo. Esto es doble delito y doble mentira: hacerme malo a mí y bueno a ti. Es una argucia vulgar y ruin. Además, me tratas como si fuese tonto. Pero escucha esto: una cosa es confiar en quien se debería poder confiar y otra cosa es ser tonto. Yo no soy tonto.

*** Y me va a ser fácil, es decir, que está dentro de la tónica de mi vida: lo mejor para mí en todos los sentidos, es decir, lo que más me conviene y a lo que debo dedicarme y aceptar, es aquello que más fácilmente me sale bien a la primera tentativa.

*** Usted no es lo que le dicen que es, ni lo que usted cree ser, ni lo que usted cree ver. Usted se mira al espejo y no se ve. Ése es usted, ese al que no ve, ese al que no conoce.

*** No tengo por qué aceptar elementos negativos en mi vida, sean éstos cuales sean y del nivel o categoría que sean. Es un crimen contra uno mismo dedicar un solo segundo a cosas, actividades o personas que nos resulten negativas o que simplemente a nada bueno ni hermoso conduzcan.

*** Las flores se hicieron tan bonitas porque al ser tan frágiles e indefensas sólo de su belleza podían servirse para disuadir a los otros seres vivos de su afán innato de destrucción; con su belleza se aseguraban la supervivencia. ¿Quién iba a ser tan bruto de destruir algo tan hermoso…? Nadie…, ¿verdad?

*** Tengo que aumentar mi caudal de serenidad y sosiego, tengo que aquietar y controlar mi mente, tengo que desarrollarme mucho al dedicar mucho tiempo y estudio al tema… No se me ocurre nada mejor que hacer.

 

LO FANTÁSTICO DE LA FANTASÍA

¿QUÉ ES LA CIENCIA FICCIÓN?

Para empezar, he aquí un enunciado a considerar:

                            Si es Ciencia, no es Ficción,

                            y si es Ficción no es Ciencia…

Enunciado que tal vez parezca un ingenuo intento de hacer un juego de palabras más o menos ingenioso e incluso pretencioso, pero deseo dejar bien claro que no es ésa mi intención. Simplemente, para mí esas palabras expresan de modo resumido lo que pienso que es la CF, aunque procede hacer algunas matizaciones.

La CF es un género literario como otro cualquiera, cierto; pero para clasificar una novela como de auténtica CF está claro que la acción debería transcurrir en un ambiente apropiado y contener una buena dosis de asuntos o temas científicos (lo que no siempre sucede), al menos como base sobre la cual argumentar y fantasear; y esto no es nada fácil, a menos que el escritor sea un científico. Y si es científico falta que a la vez posea la condición de novelista, es decir, ser persona dotada de la capacidad de fantasear e imaginar… sobre la Ciencia o sobre cualquier otro tema, actividad o circunstancia.

Porque no es exactamente lo mismo ser escritor que ser novelista, ni es lo mismo imaginar que saber. No es lo mismo redactar formalmente sobre temas sabidos y comprobados científicamente que imaginarse temas; o sea, no es lo mismo escribir sobre lo que se sabe que existe y cómo existe que imaginar y fantasear tanto sobre lo que se sabe como sobre lo que no se sabe.

 Es claro, ambas facultades –saber e imaginar– pueden coincidir en una sola persona (y de hecho son muchos los científicos que se sirven de sus conocimientos formales y oficiales para escribir novelas de CF, es decir, para imaginar y fantasear al amparo de esos conocimientos), y entonces parece que debería tener ventaja el científico metido a novelista sobre el novelista metido a científico; pues el novelista que se pone a escribir sobre ciencia –por ficticia que ésta sea– sin saber de ciencia, lo tiene infinitamente más difícil que el científico que se pone a novelar –imaginar y fantasear– sobre temas científicos que domina en mayor o menor medida. Al menos, en cuanto al tema y su tratamiento; lo de argumentar y darle ritmo e interés a la novela estrictamente como tal ya es otra cosa.

Así pues, parece que está claro que no es lo mismo ser escritor que ser novelista, pues éste es un creador o inventor de hechos, personas y emociones, y aquél –por supuesto sin tratar de disminuir ni oscurecer en absoluto su mérito, si acaso sería lo contrario– es un narrador de realidades.

Esto aparte, quisiera insistir sobre lo científico y su ambiente porque entiendo que no es exactamente lo mismo la CF que la pura y simple fantasía, o sea, lo que se ha dado en llamar Fantasy.

Respecto a la CF digamos que parte de una base científica formal (o así debería ser), mientras que la Fantasy consiste en la invención arbitraria y caprichosa de quimeras y alucinaciones con toda clase de espectros y fantasmas, endriagos y esperpentos… No es lo mismo, por ejemplo, imaginar o conjeturar sobre las características de un planeta, una estrella o unas ondas de radio que hacerlo sobre un personaje que se vuelve invisible a voluntad o sobre una espada mágica que canta cuando vence en una lucha o que avisa a su propietario de la inminencia de algún peligro por medio de silbidos o vibraciones especiales.

Dicho esto, quede claro que no trato en modo alguno de establecer ninguna clase de diferencias o discriminaciones en la importancia, la calidad, el interés o el mérito de cualquiera de estas dos líneas narrativas. Sencillamente, creo que la CF ha de contener ideas, elementos o hechos científicos, pues no parece procedente incluir en la ciencia lo que no contiene ciencia de ninguna clase. En cuanto a la Fantasy, por más que pueda rozar en ocasiones la CF, sus componentes o elementos son otros.

Aun así, si analizamos detenidamente el asunto llegaremos a la conclusión de que en la CF más habitual prevalece la fantasía absoluta sobre la fantasía cimentada en realidades científicas. Se ha escrito y se escribe más sobre lo imaginado que sobre lo establecido científicamente. Se ha argumentado más utilizando la fantasía y la imaginación sin trabas que utilizando la ciencia como base inexcusable. Reflexionando sobre esto, se me ocurrió que tal vez a este género habría que llamarlo Imaginación Fantástica; y ello porque hay otra imaginación, la Imaginación Realista.

Por ejemplo, es imaginación realista que el bueno sea el más listo y que siempre gane (pues esto, aunque casi milagrosamente, puede suceder), y es imaginación fantástica que el bueno escape de los malos echando a volar o que las balas reboten en su cuerpo, o que invente un aparato que lo lleve atrás o adelante en el tiempo…

También se me ocurrió que podríamos llamarla Ciencia Imaginaria, e incluso más nombres, pero finalmente (y dejando de lado mis eventuales pretensiones de sabio innovador o simplemente esclarecedor) comprendí y acepté de una vez por todas que la denominación CF se ajustaba al género y a los diversos temas que habitualmente se incluyen en ella de modo no sólo satisfactorio sino adecuado y exacto: ficciones fantásticas o ciencia ficticia. No va más.

En cuanto a mí debo admitir que, como novelista estricto y vocacional que creo ser, no me atrae demasiado la ciencia a nivel de profesión y, como justa y yo diría que lógica contrapartida, creo que si fuese científico no dedicaría mucho tiempo a escribir novelas, ni siquiera aunque fuesen de ciencia, pues ésta es de por sí tan importante, interesante y absorbente que se le puede dedicar la vida sin temor a aburrirse y, por supuesto, dándola por muy bien aprovechada.

Por otra parte, la palabra “novela” ya lleva implícito el concepto y la condición de “ficción”, y tal vez es por eso que no decimos novelas de Oeste Ficción, de Guerra Ficción, de Terror Ficción, de Espionaje Ficción, etcétera. Entonces ¿por qué decimos novelas de Ciencia Ficción? Si la palabra novela ya lleva implícito el condicionante de imaginación y ficción, ¿por qué la redundancia cuando nos referimos a las novelas científicas? Tan ficción es que el bueno sea siempre el más listo, el más rápido y el más valiente como que una estrella tenga vida social y haya aprendido a bailar. Ambas cosas son imaginación, ambas cosas son fantasía, ambas cosas son ficción.

Como quiera que sea lo cierto es que cuando me propusieron escribir sobre el tema de CF la primera vez –eso fue en 1966, como quien dice ayer– no sólo me sorprendí, sino que incluso me sobresalté. A la vista está en mis novelas que no soy científico, así que ¿cómo podía escribir sobre ciencia, aunque ésta fuese de ficción? Porque incluso para esto hacían falta –me dije muy sabiamente– unos conocimientos mínimos que yo no tenía. Claro está que podía adquirirlos, pero esto ni me seducía demasiado ni era precisamente fácil. 

¿Qué hice?

Lo lógico y adecuado, o sea, lo mismo que hacía para las historias o argumentos de otros géneros: documentarme puntualmente para cada novela, ya fuese a la directa o a la inversa.

Explico esto: a la directa era tener primero la idea argumental y luego buscar el adecuado ambiente científico para desarrollarla; a la inversa era encontrar un tema o ambiente científico que me llamara lo suficiente la atención –y que me atreviera con él– y a partir de ahí argumentar la novela. El sistema funcionó, tanto a la directa como a la inversa, sobre todo porque mis pretensiones no eran desorbitadas.

Algunos de mis colegas se esforzaron más, en este sentido, hasta el punto de que hubo algunos que alcanzaron la categoría de “especialistas”, es decir, los que tocaban con gran seriedad y profundidad diversos aspectos técnicos y científicos. Algunos se especializaron tanto que incluso utilizaban un seudónimo diferente para las novelas de CF y las de otros temas (que yo sepa, los hubo que llegaron a utilizar hasta tres seudónimos sólo para la CF, y seguramente no llegué a saber gran cosa, pues en ocasiones existía cierto hermetismo profesional). Es claro, también había especialistas de novelas del Oeste, de Guerra, de Amor… Y todas ellas, a un nivel u otro, requerían la correspondiente documentación, pues uno no podía poner que el Llano Estacado está en Virginia, ni que la batalla de Guadalcanal tuvo lugar en el mar Caribe…, esto aparte de conocer en buena medida los hechos tanto anecdóticos como históricos de cada tema, buscar mapas, planos…, en fin, toda clase de información posible y cuanta más, mejor.

Dejando aparte el argumento más o menos importante de cada una de las novelas, los que sabían de Ciencia y Técnica disponían de una buena base para argumentar la novelas de CF, buscando modificaciones, extravagancias y fantasías a lo ya inventado o ya descubierto, mientras que los que escribían de otros temas o géneros tenían que “inventar” más en el aspecto argumental y humano. Por otro lado, no es lo mismo imaginar y crear seres insólitos y mundos remotos que pergeñar un argumento con seres ya “inventados”, esto es, los seres humanos desenvolviéndose  en el mundo que conocemos.

En un intento de lograr cierta originalidad, había planeado desarrollar este escrito poniendo en evidencia a los escritores de CF asegurando que sólo dicen tonterías (quede bien claro que sólo utilizaría esto como argucia literaria que aclararía al final, no que pienso semejante cosa) y que, finalmente, ya harto y aburrido de ellas, asumo y recupero  mi condición de extraterrestre y me voy de la Tierra…, regreso a mi planeta en la galaxia NagirraK68,  donde al menos lo que allí se dice tiene sentido… Abandoné ese propósito precisamente porque no me siento en absoluto alienígena y porque me asaltó la sospecha de que la idea no era tan original como me pareció en un momento dado.

A todo esto, y sinceramente, yo me lo paso mejor maquinando un asesinato, o un intríngulis de espionaje, o una bravuconada del Oeste, que movilizando platillos volantes o inventándome mundos, gentes, fórmulas y artefactos, pero esto no significa más que esto, una inclinación o un gusto personal, sin más. (Sin olvidar que las novelas, sean del género que sean, simplemente son buenas, en el sentido de entretenidas –que es su principal, básica e ineludible obligación–, o son nefastas asesinas por aburrimiento del lector.)

Otros autores sin duda lo pasan mejor con Ciencia y Técnica.    A éstos han de estarles agradecidos los lectores que prefieren descubrir mundos, máquinas y fórmulas sociales, e incluso un nuevo formato o categoría de ser viviente (sea en el lugar del espacio que sea), que descubrir en Nueva York quién es el asesino del millonario o qué espía y dónde y cómo robó la fórmula de la bomba de neutrones… Son lectores que necesitan más que la simple ficción argumental de una novela para satisfacer su propia imaginación, y tal vez a alguno de estos lectores la CF le ha despertado/avivado/excitado tanto la imaginación que ha emprendido un camino de fantasías entusiastas e incluso desaforadas que han podido llevarlo a descubrir… qué sé yo, las dimensiones del universo, o cómo recuperar la facultad de volar, o qué es el tiempo, o cuál es el límite de la eternidad…

Evidentemente, hay que tener fantasía para escribir novelas. Luego, está lo fantástico de la fantasía, es decir, cuando además de inventarte un tema y un argumento sales del mundo real para inventarte otros mundos con sus correspondientes seres vivos y más o menos pensantes. (Con desoladora frecuencia los seres de otros mundos resultan ser más y mejor pensantes que los sufridos terrícolas, los cuales suelen aparecer como entes de mucha menos inteligencia y menos dotados para realizar portentosos inventos y llevar a cabo gran cantidad de actividades prodigiosas…)

Se me ocurre que casi todos los inventores pueden ser considerados como creadores o colaboradores de la CF. Más aún, podrían ser considerados como precursores de la CF…, pues en un principio muchos de los inventos que hoy están aceptados como cosas normales e indiscutibles fueron considerados no ya como ficción e incluso locura sino como cosa del diablo… Un ejemplo lo tenemos en Miguel Servet, que fue quemado vivo porque dijo que . ¿No podía ser considerado esto, en aquellos tiempos, como CF? Y qué decir de Copérnico, que para salvar el pellejo tuvo que desdecirse ante un tribunal y jurar que no, que la Tierra no se movía (pero salió de allí mascullando “y sin embargo, se mueve…”), porque entonces esto era increíble –¿o sólo inconveniente para cierto sector dominante de la humanidad?

Personalmente, el invento que más me fascina de la CF es el relacionado con el teletransporte, la telepresencia, la holoforma… y derivados, como podría ser, verbigracia, un duplicador de seres directo, inmediato e infalible, no un clonador más o menos laborioso y además de resultados incontrolables a la corta o a la larga; quiero decir que la clonación podría salir bien en principio y luego el producto de la misma evolucionar o degenerar de modo imprevisible e incontenible. Hasta tal punto siento fascinación por este tema que a veces pienso que o bien está basado en una realidad científica ya existente pero que se nos oculta, o bien algún día podría dar lugar a una realidad vital cuyas consecuencias son impensables…, al menos para mí ahora. Con frecuencia pienso que la Ciencia sabe mucho más de lo que nos dice abiertamente, y esto de disgregar un cuerpo, enviar las moléculas a otro sitio y allá volver a juntarlas podría ser una de las cosas que la Ciencia ya sabe cómo hacerlo pero se lo reserva…, sea por lo que sea (esto, más que imaginativo supongo que es ser malpensado o, cuando menos, desconfiado). De todos modos,  parece que podría ser práctico tener en casa una cabina en la que introducirse, cerrarla herméticamente, pulsar el botón de Hawai y aparecer allá, tan ricamente… O no tan ricamente, porque en cuanto el invento comenzase a funcionar ya nos impondrían el pago de una matrícula por cabina y el precio a pagar por viaje, y sin duda una larga serie de inconvenientes añadidos, como podrían ser el seguro de la cabina, del viaje, y por supuesto el carné de pulsar botones de destino…, y quién sabe cuántos impuestos y controles personales y maquinales más.

Volviendo al tema, pienso que tal vez la Ciencia o la Técnica ya figuraban en la formación básica de algunos de mis colegas de creación popular, por lo que disponían de conocimientos más que suficientes (conocimientos muy diferentes a los míos de base adquiridos en el Peritaje Mercantil, qué horror, cómo se me pudo ocurrir estudiar semejante cosa…) para poder dedicarse asiduamente y con éxito a la CF. Pero la mayoría de los autores que yo conocí y traté me consta que simplemente se documentaban muy bien, lo que les permitió destacar en el género; y esto es muy honorable y de admirar, pues una cosa es documentarse dedicando tiempo y quizás en ocasiones esfuerzo y sacrificio para un libro considerado de mayor estima literaria que se va a vender a 2.500 pesetas (y del que le van a pagar un 8% o un 10% sobre el precio de tapa por derechos de autor) y otra cosa bien diferente es hacerlo para un modesto bolsilibro que se llegaron a vender –las últimas, en abril de 1986– a 80 pesetas (75 + 5 IVA). El porcentaje para el autor era del 5%, lo que en ocasiones no estaba nada mal, pues precisamente en las novelas de CF de Editorial Bruguera se alcanzaron tiradas más que interesantes, sobre todo de los autores más afamados en el género, lógicamente –si no me engañaron entonces, hasta 20.000 ejemplares por título en ocasiones–… Y no hay que olvidar que muchos de los que escribíamos bolsilibros nos dedicábamos a ello exclusivamente, sin más ingresos que los que devengaban nuestras “novelitas”. Novelitas que, con frecuencia (y de modo especial precisamente las de nuestros especialistas de CF) no tenían mucho que envidiar a las traducciones que nos llegaban sobre todo de Estados Unidos, y que, en muchísimas ocasiones, además de bien documentadas y bien trabajadas resultaban no menos amenas, entretenidas e incluso instructivas que las obras llegadas del otro lado del charco, pues en cuanto a escritores de CF (y de todo) también en España tenemos, aunque en los U.S.A., como siempre, las oportunidades (y el mercado) sigan siendo mayores y mejores que aquí, y, según parece, no hayan dejado de publicar a sus autores, que se siguen vendiendo allí… y aquí.

A mí se me tenía más bien como especialista en el género policíaco y en el de espionaje (que también requerían su buena documentación, pero no tanto estudio ni dedicación), y, de modo muy particular, se me consideró como especialista en el tema de Artes Marciales a raíz de mi colaboración asidua en la colección Kiai! que lanzó Editorial Bruguera a finales de 1976 y cuyo primer título, de mi firma, fue Kiai de amor y de muerte. También influyó, evidentemente, mi condición de Cinturón Negro de Judo y mis conocimientos bastante amplios sobre diversas artes o técnicas de lucha, que me llevaron a escribir dos libros referentes a las mismas.

Ciertamente, mi inclinación narradora se decantó más hacia el Espionaje, el Oeste, el F.B.I, la Guerra, el Amor, lo Policíaco…, o sea, los hechos y seres terráqueos, las personas humanas y su comportamiento, sus características buenas y malas, el aspecto psicológico y sentimental, el investigar hasta dónde podemos llegar en la bondad y en la maldad, presentar héroes y heroínas que viven y mueren en la Tierra y hacen cosas propias del ser humano, por cierto no siempre admirables y muchísimas veces ni siquiera admisibles. (Como digo en mi novela de la colección Los Crímenes de la Medianoche, titulada Jardín siniestro, ”No hay que escandalizarse con el novelista por las coasas que escribe, sino con la humanidad por las cosas que hace, pues éstas son la base de los argumentos literarios”.)

Quizá por ese apego a lo humano y terrícola mi punto de vista y el tratamiento que doy a los personajes alienígenas que describo en mis novelas de CF pueden tener un cierto interés, aunque sólo sea como contraste, para el lector aficionado a todo lo extrahumano y extraterrestre y a este género de la ficción escrita que, como he dicho antes,  también podríamos llamar Ciencia Imaginaria. Nombre que, de nuevo considerado, no es del todo desechable si pensamos que todo lo imaginado podría llegar a ser posible e incluso probable. Tengamos presente que la Ciencia ha decidido aceptar a la imaginación      –después de mucho tiempo de rechazarla e incluso proscribirla– como colaboradora muy estimable, como uno de sus más valiosos elementos o recursos de investigación.

En definitiva, para mí está claro el esfuerzo que representa escribir novelas en las que predomine e incluso domine lo científico, y desarrollar temas que lo mismo pueden ser cósmicos que cibernéticos, matemáticos que fisiológicos…, y todo ello bien aliñado con un argumento interesante, bien desarrollado y que, por si fuera poco, tiene que ser ameno y estar bien presentado y escrito con estilo correcto y asequible… Todavía está más claro que inventar mundos y seres es una gozada (según qué mundos, claro), pero, volviendo a mi intento de contrastar géneros y eventos, digamos que no es menos gozoso y gratificante inventar seres y vidas humanas, y personajes cuyo carisma personal es extraordinario y cuyas peripecias en la vida van mucho más allá de la aventura o la anécdota. Éste es el caso de mi espía Brigitte Baby Montfort, de la cual he publicado 500 números en la serie ZZ7 de la Editora Monterrey, de Rio de Janeiro (América, en definitiva, aunque Brasil tenga poco que ver con Estados Unidos).

Pero en las peripecias de la vida real existe un límite insalvable, al menos si nos atenemos a la razón; límite que no existe en la CF. La CF consiste precisamente en esto: que puedes utilizar la ficción y fantasear sin límite alguno sin que nadie pueda decir nada en contra, mientras que, por ejemplo, si en una novela del Oeste ponemos: , siempre hay un lector avispado que sonríe digamos simpáticamente, mientras nos dice que vaya que sí, que eso sí que es rapidez, sí señor, menuda fantasía; y suele añadir que vaya manía que tenemos con esto de matar… A este lector avispado le narré un cuento que escribí hace mucho tiempo para un concurso de radio (no recuerdo qué concurso fue, sólo recuerdo que gané el primer premio y que éste consistía en un hermoso estuche de acuarelas, y que el locutor que lo leyó para el público tenía voz de oro), y que se titulaba Mariposas de un solo color.

Helo aquí:

–Señor –dijo el Primer Ministro–, el enemigo está en la frontera de nuestro reino. Hay más de cien mil hombres, con caballos, elefantes, tigres, serpientes…, y todos caerán sobre nosotros si no accedéis a lo que piden.

El Gran Monarca se acarició la hermosa barba de color rojo, y quedó pensativo. Él era un gran rey, tenía de todo, y su hermoso reino estaba como flotando en el más hermoso valle del mundo. También él tenía más de cien mil hombres dispuestos para guerrear, y tigres, panteras, serpientes, elefantes, osos y caballos. Pero también, el Gran Monarca tenía en su reino niños, y mujeres, y ancianos, y artistas de todas clases, que componían música, escribían bellos poemas y hermosas historias; y había hombres de ciencia, que estaban aprendiendo a sanar muchas enfermedades…

–¿Y qué es lo que piden? –preguntó por fin.

–Señor, quieren vuestro oro.

Otra vez quedó pensativo el Gran Monarca. Pensó en su oro, y pensó en muchas otras cosas. Pensó en todo, y dijo:

–Ve a decirles a nuestros enemigos que mañana por la tarde les enviaré mi oro.

–Gran Señor: si entregáis el oro nuestro país será el más pobre de todos los países del mundo.

–Tenemos en nuestro país cosas mucho mejores que el oro.

Y el Primer Ministro, muy triste, salió del Salón Real, y luego del Palacio Real, y después de los Jardines Reales, y fue a decirles a los enemigos que su Señor estaba dispuesto a entregarles todo el oro la tarde del día siguiente. Entonces, los enemigos sonrieron, se sintieron contentos y victoriosos, y por tanto, no enviaron contra las gentes del bello país ni un solo tigre, ni un solo elefante, ni un solo hombre…

Y se dispusieron a esperar, aceptando el plazo del Gran Monarca. Y mientras esperaban, no se aburrieron, porque veían a los habitantes del reino amenazado dedicados, todos ellos, a la caza de mariposas, de las cuales, aquel reino era el que más tenía, de todas clases, tamaños y bellos colores. Eran también, como todo lo que había en aquel reino, las más bellas y coloridas mariposas del mundo. Pero cazaron tantas y tantas que, a mediodía del día fatídico, no quedaba ni una sola mariposa en el reino, no había ni una sola mariposa en todo el enorme valle que parecía de jade y de rubí, y de diamantes hechos agua, y de esmeraldas hechas árboles y hierbas, y de topacios hechos flores.

Por la tarde, el enemigo del gran Monarca comenzó a impacientarse, porque no les entregaban el oro. Pero cuando ya estaban dispuestos a atacar, apareció el Gran Monarca, montado en un caballo del color del rojo sol de la tarde. Tan rojo era el sol, que todo se veía rojo, y, si acaso, morado, violeta y negro.

–¡Queremos tu oro! –gritó el enemigo.

Y el Gran Monarca dijo:

–Mi palabra vale tanto como el oro, porque nunca miento. Os lo voy a entregar –señaló hacia el cielo rojo, morado, violeta y negro–: vedlo.

Y como su señal fue interpretada por sus súbditos, obedecieron éstos lo que el rey había mandado: soltaron los millones y millones y millones de mariposas de todos los colores que habían estado cazando durante un día y una noche. Y el cielo se llenó de mariposas bellísimas, pero, ¡ay!, no tan bellas como siempre, porque sus alas no eran las de siempre. Sus alas, sus hermosas alas del color del día, del color de la noche, del color del amanecer, del color de las flores, las perlas y los topacios, del color de estrellas y de gotas de lluvia, tenían todas, todas, el mismo color. Todas las mariposas parecían iguales, y ya no eran tan radiantes, ni variadas, ni delicadas. Todas las mariposas, todas, tenían las alas del color del oro molido que los vasallos del Gran Monarca habían puesto en ellas. Y millones y millones y millones de mariposas llenaron el cielo y el valle, aleteando penosamente, fatigadas por el peso del oro; algunas, muchas, murieron de cansancio, pero las más fueron revoloteando en busca de flores para descansar sobre ellas. Y mientras revoloteaban el sol daba en sus alas cargadas con el polvo del oro del gran Monarca, que había sido molido durante la noche. Fue entonces como si todo el reino se incendiase en billones de reflejos de color sangre, porque el sol destellaba en los millones y millones y millones de alas a cada movimiento. Era un sol rojo y bonito, de ocaso dulce y amable, pero pareció que el mundo se llenase de sangre, tan, tan brillante, con tantos billones de centelleantes reflejos, que los enemigos, que no habían tenido la precaución de cerrar los ojos, quedaron todos ciegos durante cinco noches y cinco días.

Cuando recobraron la visión lanzaron gritos de alegría, a pesar de que, se dieron cuenta enseguida, todos eran prisioneros del Gran Monarca y de que ya no tenían caballos, ni elefantes, ni tigres, ni serpientes… No tenían nada, y hasta sus vidas estaban a disposición del Gran Monarca.

Pero éste les dijo:

–Volved en buena hora con todo lo vuestro a vuestro país, y no olvidéis nunca que el oro no es suficiente. Si yo sólo hubiese tenido oro, ahora sería vuestro, así que yo no tendría oro ni nada. Pero ved… Ved cuánto más útiles me han sido las mariposas que todo mi oro. Decidme: ¿tenéis vosotros mariposas en vuestro reino?

–No, Gran Señor.

–Entonces llevaros unas cuantas de las mías, y que allí procreen. Agradecédmelo, porque lo que os doy vale mucho más que todo mi oro. Id en paz.

Y sonriendo dulcemente, el Gran Monarca se dedicó a mirar los reales jardines, donde miles y miles de mariposas volaban con sus alas otra vez del color del día, del amanecer, de flores, perlas, topacios, estrellas y gotas de lluvia.

                                               (Barcelona, 29-7-1972)

No es de CF, pero yo diría que sí es fantástico (y además, no maté a nadie…, salvo a unas cuantas mariposas; lo que dicho sea todo, me causó más remordimiento que cuando en una novela extermino a unos cuantos gángsteres o a un montón de forajidos). Y lo fantástico de la fantasía consiste precisamente en esto: que el novelista puede dar absoluta libertad a su imaginación. Si uno se teletransporta desde Houston, Texas (claro, no va a acometer semejante empresa desde Cercedilla o Marbella), a Júpiter en cinco segundos, bien está, qué gozada… Pero creo que incluso en la CF, por atrevido que uno sea para fantasear, hay que ponerse un límite. Por ejemplo, un tema que siempre me ha sugestionado es el del tiempo y sus para mí incomprensibles características. En cuanto al tiempo y sus “milagros”, se me ocurre la gran originalidad de que estaría bien, como decía antes, irme una temporada a Hawai y al regresar a Barcelona ser más joven que cuando me marché… Claro que entonces me encontraría con el triste (y todavía no comprendido evento) de que mis familiares y seres queridos habrían fallecido, o que mis nietos eran más viejos que yo… Tal vez algún día llegue a comprender algunos “misterios” de la Ciencia y me convierta en un experto.

Pero aun sin ser un experto o apenas un iniciado en la Ciencia el novelista puede fantasear sirviéndose de ésta (cienciaficcionear, se me ocurrió) pues para eso este género se llama CF.

Por ejemplo, sobre el tiempo se me ocurre lo siguiente:

La gente está convencida de que existe el día de mañana, pero yo creo que esto no es así forzosamente. El día de mañana tal vez nazca y tal vez no, no es una patata que ya existe y que tienes almacenada a la espera de ser requerida y consumida; el día de mañana es una idea basada en experiencias anteriores; pero el hecho de que existan el ayer y el hoy no implica que forzosamente exista el mañana… Mañana nunca es; pues el mañana nunca es cierto y auténtico y existente para nosotros hasta que se convierte en hoy.

Entonces ¿podemos dar por cierto o admitir que nunca llegará el momento en que deje de producirse el día siguiente?

Antes he hablado del tiempo y del posible límite de la eternidad, pero a mí se me ocurre ahora que

                                 no hay nada eterno;

                                 ni siquiera la eternidad.

Igual que voy a morir yo, morirá todo, incluso la Vida, y quizá la Vida muera hoy, de modo que nunca llegará mañana. Cada día es sólo un instante del universo sin tasa ni medida. El tiempo no existe ni transcurre para la Tierra: ella, simplemente, viaja alrededor del Sol y gira sobre sí misma; el tiempo sin tasa ni medida existiría igual en el universo aunque la Tierra no viajase, ni girase y aunque ni siquiera existiese. Tal vez por eso nos hemos inventado esa otra clase de tiempo, el tiempo de reloj, para situarnos de algún modo en el tiempo sin tasa ni medida y poder mensurar aunque sea arbitrariamente nuestras vidas.

Son las cosas o seres vivientes las que crean el tiempo, su tiempo.

El tiempo, como el espíritu, es una creación consecuencia de cada cuál.

Una mariposa crea su tiempo, y esa creación quizá tenga una enorme duración si la comparamos a nuestro tiempo humano de reloj, pues las vivencias de la mariposa, temporalmente más breves que las nuestras, pueden ser –relativa y proporcionalmente– mucho más intensas y extensas que las nuestras. No es el tiempo de reloj, o de fases lunares, o de órbitas el que cuenta, sino lo que significa el tiempo sin tasa ni medida para cada creador de tiempo. Para una mariposa, 50 años de vida quizá sería una enormidad eternizable. Para un ser humano, vivir 50 años no es mucho, pero hoy por hoy sería impensable vivir 25.000 años. Y digo hoy por hoy, pues se me ocurre que tal vez dentro de algún tiempo habremos encontrado el modo de ralentizar nuestro gasto de energía, nuestro consumo de Vida; tal vez nuestras neuronas o nuestros genes podrían “comprimirse”, igual que hacemos ahora en nuestro ordenador con algunos archivos demasiado extensos a fin de que ocupen menos espacio y por tanto quepan más bytes en un disquete de 3½. Sí, tal vez llegue el momento en que podamos comprimir las vivencias de modo que lo que ahora consume 24 horas de vida consuma sólo un par de minutos.

Por ejemplo, es incuestionable que necesitamos dormir para recargar el cerebro de la energía que precisa para su buen funcionamiento. ¿Qué tal si esa recarga de energía pudiéramos realizarla por determinado procedimiento de compresión en un minuto en lugar de en las ocho horas que precisa habitualmente? La vida de vigilia, es decir, de experiencias directas, sería más larga… Incluso, ya puestos a cienciaficcionear, tal vez ese modo de reponer o recargar energía alargaría la vida de nuestras células de modo que podríamos llegar a vivir en efecto 25.000 años… ¡o más! Decía antes que la Imaginación y la Ciencia van cada día más unidas. Bueno, pues he aquí una aportación imaginativa a la ciencia, a ver si nuestros científicos logran comprimir nuestra energía de manera que su desgaste o consumo se ralentice tanto que podamos llegar a vivir 25.000 años.

(Es claro, en tal caso deberíamos buscar una nueva modalidad de jubilación, pues entonces sí que resultaría un tanto prematuro jubilarse a los 60 o 65 años…)

También cabe preguntarse a qué podría dedicarse uno cuando alcanzara, verbigracia, los 24.244 años de edad y le quedaran teóricamente 756 años de vida…, o qué habría estado haciendo durante tanto tiempo de vida (aunque lo de “tanto tiempo” no deja de ser relativo, pues quizá si alcanzásemos esa edad llegaría un momento en que nos parecería poco y al fallecer todavía nos habríamos dejado algo por hacer…).

En cuanto a un planeta o a una estrella, vivir 25.000 años sería casi no haber existido, tan breve sería su vida universalmente considerada; pero quizá le resultaría una enormidad vivir la cantidad de años expresada por un 9 y un trillón de ceros. Para este planeta, ese “tiempo” puede tener, simplemente, el mismo valor que un solo día para la mariposa. Uno y otra han creado su tiempo conforme a sus características, y ninguno de esos tiempos es mayor o menor que el otro. Si pensamos que una larva, una bacteria, un microorganismo, en fin, quizá viva sólo un segundo, y en cambio una galaxia quizá viva un trillón de veces más que el planeta antes mencionado, vemos que el tiempo sigue sin tener importancia, porque…, ¿cuál es el tiempo verdadero: el de la bacteria o el de la galaxia? ¿Quién puede asegurar que el tiempo de vida de la bacteria no es superior, o más válido, o mejor aprovechado por parte de la bacteria que todos los trillones de trillones de años de la galaxia por parte de ésta? O poniendo un viejo ejemplo: ¿qué vida es más intensa y extensa: la de un aburrido o la de un entusiasta, que han vivido ambos 80 años? Ochenta años de aburrimiento pueden ser como un breve, pesadísimo y monótono día único y estéril. Ochenta años de entusiasmo y de interés pueden significar 80 siglos de jolgorio y creatividad, comparando el tiempo del entusiasta con el del aburrido… O al revés, 80 años pueden ser un larguísimo día tedioso para el aburrido y un instante magnífico pero brevísimo para el entusiasta.

“Así pues, ¿qué es el tiempo”, me pregunté.

Y me contesté: “El tiempo eres tú”.

Sea como sea, el tiempo es acción; si no hay acción no hay tiempo.

Como bien se ve, Stephen Hawking no tiene nada que temer de mí en cuanto a desbancarlo en el quehacer y/o en el elucubrar sobre el tiempo y sus perversas e incomprensibles características y componentes. Lo dicho por mí sobre el tiempo no tiene gran cosa que ver con lo que podría decirnos el señor Hawking, reconocida autoridad en la materia y quien, supongo que con sus buenos motivos, se ha tomado el tiempo muy en serio… El tratamiento científico y no digamos novelístico que el señor Hawking daría a una novela o un artículo o ensayo sobre el tiempo sería bien diferente al que podría darle yo por más que me esforzara, y a esto me refiero cuando diferencio al novelista de imaginación atreviéndose con un tema científico sin tener conocimientos de base y al científico que escribe novelas de CF sin ser novelista.

En cualquier caso, puedo asegurar que lo que he escrito de CF ha sido trabajado con la honestidad de siempre, es decir, documentándome en lo posible y, por supuesto, dándole a cada tema el tratamiento que novelísticamente me ha parecido correcto; y aquí, en lo novelístico, en lo de ser novelista, sí me considero especialista.

Cada uno tiene sus recursos y todos serán buenos mientras contengan imaginación. Yo no sabría dar o tocar ni una sola nota de música –otra cosa que ignoro–, pero en cuanto a novelas estoy en mi ciencia.

Respecto a mi producción de CF es la siguiente:

♦ HE MAN

Escribí 26 guiones de diferentes extensiones de este personaje fantástico, para Alemania; los presentaba en un estudio instalado en Barcelona y que era mi contacto. En este estudio dibujaban el cómic dejando los bocadillos del texto en blanco, lo enviaban a Alemania y allá se traducía el texto y era colocado en su lugar correspondiente. Allí, además de venderse como cómics, muchas escenas de éstos servían para montar luego los telefilmes que disfrutaron de considerable éxito.

Eran aventuras desorbitadas y llenas de fantasía, de acción desaforada y con armas tremebundas que nunca mataban y seres truculentos y siempre extraordinarios.

(En estos guiones la consigna única –naturalmente aparte del interés del argumento y de la calidad del texto; eran muy exigentes, los alemanes, lo que me parecía lógico y deseable– era que no podía morir nadie a pesar de las brutalidades y hecatombes de toda clase que aparecían.)

En las novelas que escribía para la Bruguera, en cambio, venían los extraterrestres dispuestos a cargarse todo un planeta, a no dejar títere con cabeza, y si convenía exterminaban unos cuantos miles de millones de vidas, ya fuesen terrestres o de cualquier otro lugar del universo. Por supuesto, ni me inmuté con la consigna de la serie He Man: a fin de cuentas es más recomendable no matar que matar.)

 

♦ THUNDERMAN

Este personaje es el protagonista de una de mis novelas de CF, la titulada Un mundo para Thunderman. Gustó lo suficiente para que me decidiera a proponerlo como una serie de cómics. Mi oferta fue aceptada, y tras preparar varios guiones con un amigo dibujante realizamos el primer número, que todavía conservo íntegro… Y ninguno más, pues finalmente el proyecto fue desestimado. El mundo editorial, como ya sabemos los profesionales, es mutable, impredecible, fantástico, emocionante e infinito…, como la CF.

 

♦ NOVELAS

En 1966 Editorial Rollán me publicó en su colección Nova Club dos volúmenes de unos 350.000/400.000 espacios, cada uno de los cuales contenía cuatro relatos.

El volumen FANTAFICCIÓN, contenía:

Éxodo, Fuego fatuo, Electrocución, El Hombre múltiple

(Curiosamente, años más tarde publiqué en Editorial Bruguera la novela titulada Multiman –un hombre que se multiplicaba–; no fue en absoluto premeditado, pues ni siquiera me acordaba del relato escrito años atrás –“El Hombre múltiple”– y, por supuesto, argumentalmente no tienen nada que ver una con otro.)

El volumen EL FANTÁSTICO UNIVERSO, contenía:

El transformista, La victoria final, ¿Una broma de mal gusto?, El sueño del genio.

 

Más adelante y ya con más experiencia profesional me atreví a escribir novelas de la extensión y características del clásico bolsilibro (algunas con extensión doble, es decir, unos 400.000 espacios cada una). Todas ellas han sido publicadas (y algunas reeditadas) por las editoriales Bruguera, Ceres y Ediciones B, en las colecciones La Conquista del Espacio, Héroes del Espacio y Futuro Extra.

He aquí los títulos:

Invasión de seres horrendos 

Amor desde las estrellas

Embriones y residuos 

Vacaciones en la Tierra 

Los malvados seres de Urrh

Mamá computadora

Mar galáctico

Seres superiores

Procedente del universo

Multiman

Los simbiontes

El secuestro de la Tierra (Extra-doble)

Mutaciones infinitas (Extra-doble)

Visita al planeta muerto  (Extra-doble)

Nunca vayas a Marte

Zoocosmos

Akan y Ema  (Extra-doble)

Nuestros pequeños visitantes

Génesis

La luz del poder

Invasión invisible

Un mundo para Thunderman

La gran evolución

Markiano, rey de Marte

Tormenta en Gobodoborianar  (inédita)

El cometa Shelley (inédita)

Las dos últimas quedaron inéditas al desaparecer Editorial Bruguera. Cierto que más adelante entró en acción Ediciones B, que se subrogó del fondo de la Bruguera y comenzó a publicar varias colecciones de bolsilibros, entre ellas una de CF, pero siempre se trató de reediciones, motivo por el que algunas novelas inéditas mías (y supongo que les ocurrió lo mismo a otros autores) se quedaron en el cajón de los recuerdos; y allí siguen, a la espera de que algún día surja la oportunidad de publicarlas.

Si comparamos con el resto de mi producción de aventuras, 30 novelas de CF, son pocas. Tal vez no escribí más porque me ha parecido siempre que es más gratificante manejar y tratar de conocer la realidad que el mundo de la fantasía. En la realidad, todo está ahí y sólo tienes que mover ficha. En la CF no sólo has de mover ficha sino que previamente te la has de inventar…, y los inventos no siempre están disponibles.

De todos modos, no se puede hablar de la experiencia profesional sólo como escritor de CF si uno ha escrito en total mil novelas de otros géneros y temas. El novelista es un sujeto afortunado que puede tener miles de experiencias y satisfacer fantasías que pudieran parecer inalcanzables. Por ejemplo, en lo que respecta a la CF yo he volado, he sido invulnerable, invisible, gigante, marciano, científico, comandante de nave espacial… Y en otros temas he sido sheriff y pistolero, agente del F.B.I., espía, comando, detective privado, psicólogo, boxeador, explorador…

Y es que mil novelas de diversos temas dan mucho de sí, por lo que puedo aportar recuerdos y anécdotas diversas sobre la literatura popular de una época.

En mi ya larga vida me han dicho muchas cosas relacionadas con mi trabajo, algunas simpáticas (un lector estaba convencido de que además de escribir la novela, yo “hacía” la portada  a mano y la “ponía” en la novela), otras inteligentes, y algunas, cómo no, antipáticas e incluso absurdas. De las antipáticas resalta con todos los honores la de un sujeto que opinaba que la CF es una “gilipollez”; le pregunté qué autores o qué obras leía o había leído y su respuesta no merece comentarios: <¡No he leído ninguna, por supuesto!>. Entre las absurdas cabría destacar la del editor que al comentarme el informe de su asesor sobre una novela mía del Oeste me dijo: <¿No podría usted estropearla un poco? Es que está demasiado bien escrita para el público al que va destinada>. Está claro que más vale no comentar la postura de este editor. Una persona muy sabia y entendida en todo me dijo con condescendencia digna de agradecer: “Estas novelitas de ustedes (o sea, los escritores de bolsilibros) dan muy poco de sí”. Yo era muy joven entonces, y no acerté a pedirle una explicación más concreta y matizada. Hoy tal vez bastaría con darle esta respuesta: “No sé qué espera usted que den de sí mis novelitas, pero algo deben de dar cuando de seis de ellas me han hecho otras tantas películas y actualmente tengo contratadas las opciones de otras dos”. Y siempre cuento anécdotas referidas a los linotipistas de entonces, uno de los cuales en una de mis novelas tenía que poner “cabellera rubia” y puso “cebollera rubia”; y no digamos poner Irene donde debía poner James, y poner cobarde donde debía poner acorde…

Por supuesto, he conocido editores de todo pelaje y condición, la mayoría dignos de toda consideración, dicho sea sin ánimo de chaquetear (lo que a estas alturas de mi vida personal y profesional –cuando este libro se publique tendré 68 años y la vida resuelta…, es un decir– ya no tendría objeto ni provecho especial). Incluso hubo alguno que además de tener fuerza creativa era un experto en estimular a sus autores. Cuando surgían incordios que utilizaban muchas personas para molestar, como por ejemplo, “sí, estos autores son de los que escriben novelas de quiosco”, nos decía: “Ustedes al menos están demostrando que tienen imaginación y partiendo de esto nunca se sabe adónde pueden llegar”. Y acertó, pues varios de mis colegas que escribían novelas de quiosco han llegado bastante alto. A lo mejor es que escribiendo CF u Oeste fueron aprendiendo a escribir cada día mejor y acabaron por obtener el fruto merecido. Esto aparte de que parece aceptable en la diversidad de la vida que no todos los autores sintamos la necesidad o el deseo de escribir cosas como Hamlet o como La divina comedia; ni que podamos hacerlo, claro está, pues el talento, como la fantasía científica, tiene sus limitaciones, y el reparto, comprobado está, no favorece a todos por igual.

Estas novelas de quiosco, baratas sin duda por su formato o continente, y no siempre forzosamente por su contenido (se entiende que me estoy refiriendo concretamente a los bolsilibros), suelen ser distraídas y siempre enseñan algo a alguien…, aunque no sea ése nuestro cometido, ya que estamos hablando de novelas de aventuras, no de ensayos ni de libros de texto.

Algunos colegas y yo llamábamos a nuestros artefactos con teclas (Pluma 22, Lexicon 80…) “máquinas a tracción de sangre”, como los carros que eran tirados por caballos en comparación a los automóviles que eran movidos por combustible o fuerza motriz. Cuando me compré una máquina de escribir eléctrica, una IBM de esfera cambiable –adquirí tres esferas o “bolitas”, así que podía disponer de ¡3 tipos de letra!– fui el pasmo, e incluso hubo quien dijo que era un derrochador. Es claro, propios y extraños se dieron cuenta muy pronto de la diferencia no sólo estética sino productiva que había entre la Pluma 22 y la IBM y comprendieron y admitieron que el obrero debe disponer de buenas herramientas para su trabajo.

En lo que a mí respecta, empecé a publicar en 1959 –sólo dos novelas en este año–, iniciándome con una del Oeste cuyo título es sin duda alguna rebuscado: Un hombre busca a otro hombre; pese a lo cual, años después uno de mis más queridos colegas publicó una novela, también del Oeste, con el mismo título. Claro está, nos reímos y fuimos a celebrar el feliz paralelismo de nuestros talentos.

Decía que empecé a publicar en 1959… Así pues, cuando este volumen se publique llevaré 43 años escribiendo novelas, 41 de ellos como profesional en exclusiva tras abandonar mi empleo bancario en 1961. No me he hecho rico, pero tampoco he sido pobre, y he vivido tan libremente y a mi gusto que quizás algún millonario me envidiaría si le contase mi vida (una buena idea no poco reconfortante e incluso estimulante que tuve hace tiempo, y que sigue tan rutilante como el primer día; casi igual de buena que la tan conocida de “hago lo que quiero y encima me pagan por ello”.

Cuando, todavía cautivo de mi empleo bancario, me publicaron la primera novela del Oeste –la IBM de bolita estaba muy lejos– que ya he mencionado, el precio de venta al público era de 5 pesetas el ejemplar y me pagaron por ella 1.500 pesetas, sin darme explicaciones ni presentarme cuentas sobre tiraje ni ningún otro detalle, esto era absolutamente impensable entonces (y ahora también, algunas veces).

Yo ganaba entonces, en el momento de abandonar mi empleo del banco, un promedio de 4.000 pesetas al mes, contando varias pagas extras y otros pequeños “premios” que daban por los hijos. (Sin más ánimo que el puramente informativo y testimonial, diré que abandoné el banco –tras serme negada la excedencia que solicité– cuando Editorial Rollán me ofreció un contrato en exclusiva por el que, además, se comprometía a absorber toda mi producción; dicho en dinero, abandoné un empleo seguro de 4.000 pesetas mensuales para correr la temeraria aventura de pasar a ganar 12.000 pesetas al mes. Nunca me he arrepentido del paso que di, y no sólo por la cuestión económica. Como le dije un día a mis hijas, ya éstas adultas: “Yo no sería yo si hubiera cotinuado trabajandoen el banco. Yo nunca he sido más yo que cuando he sido Lou Carrigan”.) Si calculamos que hoy día un empleado de banca gana, también de promedio (según me dicen y redondeando), unas 320.000 pesetas mensuales, es decir, 1.900 euros, bien claro queda que sus ingresos son alrededor de 80 veces superiores a mi sueldo de entonces en el banco; y si hacemos unas sencillas cuentas resulta que en proporción a los ingresos de entonces y los actuales, la novela que valía 5 pesetas debería valer ahora 400 pesetas y el autor cobrar 120.000 por la primera edición de cada original (¡qué barbaridad!, diría mi primer editor, si pudiera leer esto). No es así, ni mucho menos, pues en el momento en que escribo esto el precio de venta en España de un bolsilibro es de 195 pesetas y prácticamente sólo se están publicando novelas del Oeste –y siempre reediciones–.  En cuanto a los derechos de autor más vale no decir nada, sobre todo porque, al parecer, las tiradas son inferiores a las de entonces, y esto, lógicamente, repercute en tales derechos. Debo señalar, sin embargo, que esta desproporción se mantuvo siempre, es decir, el precio de venta de los bolsilibros (y su repercusión en los derechos del autor) nunca fue aumentando al ritmo del coste de la vida, lo que hoy llamamos IPC, y consecuencia de esto fue que el poder adquisitivo del novelista fue disminuyendo (lo que se trataba de remediar y compensar con los ingresos por reediciones y traducciones). Claro está, es de suponer que también la editorial sufría estas consecuencias de la retención forzada del precio de venta. Y digo forzada porque existía en todo momento el temor (que alcanzaba la psicosis) de que si el precio de venta del ejemplar se aumentaba en proporción al resto del coste de la vida ya no se venderían nuestras novelas… Tal vez hubiera sido así, pero cabe dudarlo.

Lo cierto es que en aquellos tiempos tenía tanto trabajo con las novelas de aventuras que nunca tuve ocasión (ni intención) de hacer incursiones en otras parcelas de la literatura, y luego, cuando al desaparecer Editorial Bruguera (y con ella prácticamente todo el negocio o la línea de estas novelas) comencé a incursionar en otros terrenos no lo tuve nada fácil. Por supuesto que salí adelante, pero al principio con no pocas dificultades, pues si bien Lou Carrigan era sobradamente conocido en España y en toda América no sucedía lo mismo con Antonio Vera.

Aparte de cuentos, relatos, guiones para cómics, cine y televisión –y un cuento para la radio–, y de un centenar de obras en diferentes líneas literarias “no populares”, como son biografías, ensayos, divulgación (e incluso dirigí la edición de un diccionario), he escrito, como decía, mil novelas –para ser exactos 1015–, que han sido editadas y reeditadas en España por las más importantes editoriales en 121 colecciones de todos los géneros; y en 60 colecciones en el extranjero (Francia, Holanda, Italia, Portugal, Brasil, y cómics en Alemania…). Y las ha habido de todos los formatos y extensión en páginas, aunque es mejor calcularlas por espacios, desde las de un millón a las de quinientos o seiscientos mil espacios, si bien las más numerosas han sido las de doscientos y doscientos veinticinco mil (las más características del formato llamado “bolsilibros” –denominación aceptada en todo el mundo, aunque se los mencione como pocket books, que al ser inglés suena más importante–, tamaño 105×148 mm), tipo F.B.I., Servicio Secreto, La Conquista del Espacio, Selección Terror, Punto Rojo, Bisonte y algunas de amor e incluso eróticas… La mayoría de estas colecciones eran al principio de 128 páginas (y creo que antes de mi incorporación a la novelística de aventuras las había de 160 páginas) y más adelante se acortaron a 96, evidentemente para ahorrar dinero en papel, fotolitos, planchas…, pero eso sí, el público no salía perjudicado ya que había la misma cantidad de texto que en las de 128 páginas.

Algunas de estas novelas, por ejemplo las de mi espía Baby, publicadas en la colección ZZ7 de Editorial Rollán, se reeditaron en volúmenes conteniendo tres aventuras, en tamaño bolsilibro. También en Brasil se reeditaron varias veces las novelas de Baby, y una de las series, ZZ7 Verde, apareció en bien cuidados volúmenes en formato 140×210 mm, que contienen tres aventuras, en ediciones consideradas allí de lujo y siempre con espléndidas portadas del gran artista Benicio, que fue el ilustrador de toda la serie de Baby. Otras novelas de Brigitte las publiqué yo mismo en volúmenes de dos aventuras, formato 135×190 y muy sencillos y artesanales… En cuanto a formatos me han publicado novelas en gran variedad de ellos: 130×200, 125×170, 120×80, 120×190, 135×200…

Respecto a la presentación de los originales al editor, los autores teníamos que hacer tres copias obligatoriamente (cuatro si, como era mi caso, quería tener una de seguridad en mi archivo hasta que la novela aparecía publicada), que el editor repartía entre su asesor literario, la imprenta y la Censura, a la que todos temíamos quizá más de lo razonable, pues si acatabas las normas (¡qué remedio!) no tenías ningún problema. Yo no era de los “díscolos”, y menos en política (ni siquiera en las del F.B.I., en las que si por razón del argumento aparecían comunistas siempre tenían que ser malos, peligrosos y nocivos –no hace falta decir en qué época sucedía esto…–; otra norma para la colección F.B.I., pero ésta impuesta por la editorial, era que un agente del F.B.I. nunca podía ser cobarde, malo o traidor), pero en lo referente al sexo parece que se me fue el oremus alguna vez permitiendo incluso la gran desvergüenza de que los protagonistas se besaran en la boca, lo que era un horrendo y lascivo pecado, y por esto y algunas otras cosillas me obligaron a retocar algunas escenas de varias novelas. Incluso, la Censura prohibió publicar una de ellas, del Oeste, en la que el protagonista, tras salvar de espeluznantes peligros a la bella heroína la sienta ante él en la silla de montar para marchar juntos por fin en busca de su común y feliz destino… Al parecer, lo de llevar sentada a la heroína en el regazo, y con el movimiento del caballo, podía provocar en ambos, pero sobre todo en el Kid –así denominaba yo en los borradores a mis protagonistas masculinos; y Girl a la heroína, claro está– unas reacciones sexuales temibles que hubieran podido dar lugar a espectaculares escenas sicalípticas en plena pradera y al galope. Y peor aún: podía provocar ideas pecaminosas en los lectores, a los que, claro, había que preservar de todo pecado y de la más remota tentación… (Ni que decir tiene que esa novela la retoqué ligeramente, esperé unos meses, y se la “colé” en un nuevo envío a la Censura, faltaría más. Y claro está que no fui el único.)

En cualquier caso, para el escritor “popular” fueron buenos tiempos hasta que Editorial Bruguera desapareció. En cierta época, los autores teníamos tanto trabajo que no lo podíamos atender (al menos yo, que no podía –ni quería– escribir más de cuatro novelas al mes manteniendo el estilo y el nivel argumental que me eran característicos; algunos de mis colegas, según contaban, eran capaces de hacer hasta ocho…). Es una lástima que ahora que lo haríamos mejor, con más imaginación, recursos y claridad y calidad literaria, no tengamos camino que recorrer en el género de aventuras. Sí, claro, seguimos escribiendo, incluso cosas que profesionalmente y literariamente pueden considerarse mejores, pero…. no es lo mismo.

Por supuesto, ya no escribo a máquina, mi última herramienta de este tipo fue una CE-70 electrónica de margarita (cambiable, claro). Estoy escribiendo esto con ordenador, lo que me permite corregir el texto exhaustivamente sin tener que copiarlo todo una y otra vez a golpe de tecla manual, corrección tras corrección, para presentar a la editorial un original pulcro. Esto, claro está, es lo que teníamos que hacer antes, y por eso no siempre quedaba el texto todo lo bien (no diré perfecto) que uno habría querido, pues se nos hacía muy cuesta arriba reescribir una novela (o parte de ella) retocada en algunas escenas y otras correcciones… Y por cierto, si me hubiesen hablado de esta máquina prodigiosa que tengo ahora y que, además de avisarme cuando al pulsar la tecla inapropiada cometo un error de ortografía e incluso de gramática –por ejemplo, cuando he puesto “policìaco” me lo ha subrayado en rojo, y esta línea roja desaparece cuando pongo ”policial”, lo que significa que esta palabra es la que “él” aprueba; gracias, Word, pero yo prefiero ”policíaco”–, me permite modificar el texto o una parte del texto cuantas veces quiera, cambiar de lugar párrafos enteros sin tener que volver a escribirlos, modificarlo todo…, seguramente no me habría creído que pudiera existir. O la habría considerado de CF. Y por supuesto, mi estilo –y me permito suponer que el de muchos colegas–, al no estar tan sometido como entonces a la tiranía del tiempo y al aburrimiento del trabajo monótono e incluso absurdo de “pasar en limpio”, habría estado más cuidado. 

(Esto aparte de que vivir es aprender, tanto las cosas de la vida como las del oficio, lo que implica de modo natural que después de 43 años de profesión y más de 100.000 folios escritos –con un total aproximado de 70.000.000 de palabras– el estilo y la corrección en general de lo escrito mejore considerablemente; dicho de otro modo: nadie nace enseñado, por mucha vocación que tenga…, pero todos podemos aprender.)

¡Y qué decir del correo electrónico!

Antes, al terminar una novela había que hacer la última corrección, encuadernarla, empaquetarla, y, como quien dice con las manos todavía manchadas de papel carbón, ir a Correos (cuando trabajaba para Editorial Rollán), a enviarla como carta o como “papeles de negocio”, si no recuerdo mal, pero siempre certificada pues si no se hacía así había el temor de que se perdiese (¿?), motivo por el que yo siempre me reservaba una copia. Actualmente, hace sólo unas semanas, he escrito para mi editor de Brasil cuatro novelas que conforman una miniserie, y no sólo se las he ido enviando bien trabajadas y corregidas (y no las he enviado compaginadas porque había que traducirlas, claro está), sino que lo he hecho rápida y cómodamente –e incluso más barato– por medio del E-mail.

Sí, hace 40 años habría dicho que eso era CF. Pero aquí estoy hoy, ahora, con mi ordenador –amigo y confidente–, y no me parece en absoluto que sea un artefacto de ciencia ficción.

Tampoco me parece ya la vida un privilegio particular y fantástico de final tan remoto que ni siquiera se piensa en él. Una de las muchas ventajas de hacerse mayor es que dejas de creer que eres el centro del mundo y la medida y valor de todas (o casi todas) las cosas… En realidad al hacerse uno mayor todo son ventajas; la única desventaja es que te va quedando poco tiempo de vida y por tanto menos tiempo para hacer cosas ahora que sabes hacerlas mejor. Antes tenía mucho trabajo y según me cuentan no lo hacía precisamente mal; pero ahora que lo haría mejor no hay en España editores de novelas de aventuras. Ahora me atrevería a hacer –por supuesto con gusto y gran divertimento– muchas más cosas de CF, de espionaje, terror, policíaca, y en cuanto a un western, lo bordaría. Pero, en fin, así son las cosas, así sucedieron, y no tienen por qué volver a suceder. Ahora hago otras cosas de diferente cariz y no tengo queja alguna de mi suerte, pero insisto e insistiré: no es lo mismo.

No, no es lo mismo.

No es lo mismo cabalgar libremente por los llanos soleados de Texas, navegar por el Mediterráneo en un yate lleno de belleza y pecado, o hacer una exploración espacial por Marte y alrededores, que escribir cosas prácticamente sin más compensación que el dinero…

¿Qué es la CF?

Cada día que pasa lo tengo más claro: es la vida por anticipado, puesto que lo que ahora puede parecernos CF dentro de poco será Vida… Así que aquí no valdría plagiarme a mí mismo diciendo

Si es Vida no es Ficción,

y si es Ficción, no es Vida.

Por fortuna, y aunque escribamos muchas novelas de CF, la vida siempre es vida, nunca es Vida Ficción (aunque en algunos momentos lo parezca…, y aunque algunas vidas y hechos de la humanidad deberían serlo o haberlo sido).

Y que la Vida no sea Ficción es importante.

Aunque dudo mucho que sea trascendente.